Desdoblar el relato
Algunas de las obras cinematográficas más recientes del cine argentino se configuran como poderosas reivindicaciones de la narración y como empeños de liberar los relatos de sus giros y ataduras convencionales. Se puede aglomerar la prolífica trayectoria de Mariano Llinás, autor de la radical La flor o de Historias extraordinarias, o la fenomenal Trenque Lauquen en una misma tendencia, incluida, en última instancia, la película que nos ocupa. Contrariamente a la hipertrofia de la duración que parece regir, desde Vengadores: Endgame, buena parte del cine ‹blockbuster›, en este ámbito la extensión del filme no es fruto del capricho, sino que responde a una necesidad creativa encaminada a revalorizar la palabra y la dimensión del ‹momentum›. Así como la serialidad contemporánea ha extendido sus tentáculos a través del consumo en las plataformas, y además ha normalizado unas pautas de desarrollo dramático según la fluidez episódica, un filme como Los delincuentes se ubica en una escala similar en cuanto a contenido, pero diferente en cuanto a la forma y el tono que lo labran. Su director, Rodrigo Moreno, se lanza a la búsqueda de recursos específicamente cinematográficos, y he aquí el motivo por el que su propuesta no podría sostenerse en un proyecto televisivo, ya que necesita hacer partícipe al espectador de las mutaciones estéticas que se van dando de manera autocontenida. De haber sido tres capítulos de una hora cada uno, no sería posible sintonizar con el drama expuesto, y las distancias físicas entre cada uno diluirían la atmósfera que se cuece progresivamente.
La última contribución de Moreno se transforma también en una acuciante reflexión sobre el género, o, más precisamente, en una disolución del mismo, de sus nexos motores. Hay, de hecho, episodios que van germinando dentro del propio universo construido, pero la relación entre ellos es interdependiente y no acumulativa. Es un filme que se entrega a la duración, y que hace de su avance un método de estudio de personajes, sin que una imagen suceda automáticamente a la otra. Es muy loable la voluntad del cineasta bonaerense por reflejar la transitoriedad de los hechos. Los protagonistas son dos empleados de un banco que toman conciencia de su existencia rutinaria, y uno de ellos toma una severa determinación que les embarca en una aventura particular. Moreno sugiere sin imponer ni juzgar, y su obra acapara una meditación, casi de carácter metafísico, acerca del determinismo, la libertad —fabulosa reflexión sobre la prohibición del fumar— y de la dificultad por sobresalir de los engranajes abúlicos del capitalismo.
A su modo, estas películas encuentran en el propio desborde de sus premisas una poderosa razón de ser. Los delincuentes va ganando en densidad y en trasfondo de forma paulatina, y el encadenamiento de las escenas cada vez obedece en menor medida a la causa y al efecto. Moreno entrega el guión a un despojamiento progresivo de sus directrices, al tiempo que piensa en las imágenes cinematográficas como un hacerse constante que se adhiere a la realidad. En un contexto donde el aceleracionismo, el entretenimiento y el montaje desenfrenado se han constituido como la hegemonía del audiovisual, Los delincuentes o La flor se comunican con el público desde la exigencia y la disidencia, y le instan a ocupar la butaca largas horas, a bañarse en el plano y en el verbo, con tal de que vuelva a experimentar tanto el tiempo cinemático como el personal. Por supuesto, hay que reivindicar la presencia carismática de la actriz y guionista Laura Paredes en todas estas películas, cuyo rostro activo es una catarata de cine vivo y expresivo.