Una despedida en forma de abrazo distendido, de una extraña sinceridad dado que si bien no parece guardarse nada tiene mucho que esconder, pero busca dejarlo todo atrás, ante una rigidez contradictoria, un tanto ajena al acto en sí e incluso incómoda. El cine de Manuel Martín Cuenca, como se desprende de su nuevo film, El amor de Andrea, con el que vuelve a la cartelera, trasciende desde el gesto, de aquello que los personajes sugieren con sus acciones e incluso diálogos. O, como el propio cineasta afirma a raíz de su último trabajo, a través de las acciones se entiende qué les pasa a los personajes, no hace falta hablarlo. Un hecho que en su tercer largometraje de ficción tras las cámaras, esta La mitad de Óscar que nos ocupa, el andaluz comprende desde detalles ínfimos que, sin embargo, dotan del revestimiento adecuado al que supondrá un reencuentro entre Óscar, el protagonista, y su hermana María dos años después de verse por vez última. Es, pues, mediante incisos, puntualizaciones que casi surgen sin quererlo, donde se comprenden las aristas de una historia que en todo momento transita esos caminos paralelos que tanto gustan a su autor, concretados en tiempos muertos que en cierto modo también relatan la relación entre ambos y otorgan finas capas a aquello que parece un reencuentro, y que se va matizando en torno a un personaje que busca respuestas, y que ante aquello que interpreta como una aparente fuga, termina verbalizando unas sensaciones que se obvian a ojos del espectador, pero que exterioriza debido a una naturaleza un tanto áspera, moldeada por las sendas construidas por el tiempo y, en esencia, por el pasado.
Es así como Manuel Martín Cuenca construye en La mitad de Óscar un retrato psicológico que, si bien huye de las propias particularidades de ese tipo de retratos —como no podría ser de otro modo viniendo del autor de Caníbal—, queda definido tanto a raíz de pequeñas secuencias que dibujan el entorno del protagonista como mediante esa personalidad impulsiva que muestra en más de una ocasión. No estriba, pues, de la representación que realiza el cineasta, la necesidad de componer una atmósfera desde la que alimentar una composición que, ante todo, pervive a través del plano; es en su manejo donde Martín Cuenca encuentra los incentivos necesarios, destacando en especial la interpretación de Rodrigo Sáenz de Heredia que provee de la tonalidad adecuada al personaje central en cada momento, y de una expresividad trazada las veces a través de imágenes tan turbadoras como fascinantes, encontrando incluso un punto subyugante que alcanza su cénit en una de las últimas secuencias —esa en el hotel— dotando al film de un aura propia. Cabe destacar, en ese sentido, el notable uso de un sonido que se encarga de completar esos espacios trazados por el cineasta y en ocasiones ocupados por un vacío que no es sino el eco que parece resonar en el periplo vital de Óscar.
La mitad de Óscar demuestra que su autor es único capturando la psicología de sus personajes, y que además es capaz de vertebrar en torno a ese componente relatos esquivos, que de repente quedan dispuestos en una misteriosa secuencia envuelta entre dunas a orillas del mar, o se nutren de una frustración reflejada perfectamente en la mirada de Sáenz de Heredia que deriva en un paraje de lo más sombrío opacado por una pertinente elipsis. Y es que es así como se determina el cine de Manuel Martín Cuenca, con una narrativa que se mezcla con la calma de los ‹tempos› que maneja el director, pero de la que en todo momento brotan ideas y pespuntes desde los que recomponer la crónica propuesta; retazos que, al fin y al cabo, se congregan alrededor de una concepción improbable, que tan pronto deviene en abstracción —no tanto por lo que narran las imágenes en sí como por la forma de llenar los espacios y encontrar insólitas derivas— como se extiende en un diálogo llano e intenso. Estamos, en definitiva, ante un cine tan incierto como lo son nuestros propios impulsos: no porque de él derive algo ni mucho menos inimaginable, sino por el modo en cómo dibuja Martín Cuenca aquello que nos define y, al mismo tiempo, desdibuja, marcando a fuego una esencia tan inesperada como esas estampas que se nos escurren de las retinas y hacen del ejidense un autor muy a tener en cuenta, especialmente en los tiempos que corren.
Larga vida a la nueva carne.