El ocaso del “Monstruo”
Un personaje histórico de la notoriedad de Napoleón Bonaparte ha merecido de unas cuantas recreaciones cinematográficas. Desde la célebre cima del periodo mudo Napoleón de Abel Gance, hasta Desirée, la versión en clave de pasión amorosa traicionada de Henry Koster, con Marlon Brando y Jean Simmons como estelar pareja, o la muy francesa y fallida propuesta de Sacha Guitry, entre otras, el astro militar y político ha sido retratado en la gran pantalla mediante diversas perspectivas analíticas y durante distintos periodos de su dilatada andadura guerrera. Y la película de Sergei Bondarchuk, especialista soviético en el género, se puede considerar una de las que más calidad atesora.
Es importante recordar que esta no era la primera ocasión en que Bondarchuck se aproximaba a la figura del estratega corso. Entre 1961 y 1965 había dirigido la mejor adaptación de la novela Guerra y paz de León Tolstoi en opinión de muchos. Esta película colosal, de casi siete horas de duración —en su momento se estrenó en cuatro partes— fue una superproducción de MosFilm dotada de cuantiosos medios y acreedora de un gran éxito en la taquilla —también de un Oscar a la mejor película de habla no inglesa, y de otros reconocimientos en clave nacional—, que abordó con exquisitez detallista y rigurosidad histórica las campañas napoleónicas de 1805 y 1812 desde la retaguardia rusa. Entre sus logros se encuentra una de las más reconocidas filmaciones de una batalla, la de Borodino, de la Historia del cine. El personaje de Napoleón, a cargo del actor soviético Vladislav Strzhelchik, se definió por un hieratismo solemne, muy bien modelado por el virtuoso diseño de producción, las composiciones impecables y la cuidada fotografía.
Cinco años después de este film monumental, Bondarchuck tomó las riendas de otro gran proyecto, una coproducción italo-soviética, liderada por el mítico Dino de Laurentiis, que se centraba casi a modo de continuación en el período comprendido entre la primera abdicación y el final de la histórica batalla, el 18 de junio de 1815. Como es bien conocido, Waterloo supuso el principio del fin del imperio de Napoleón, y también una amarga derrota para el emperador franco a manos del político y militar británico Arthur Wellesley, duque de Wellington. El rol del emperador fue encarnado por el actor norteamericano Rod Steiger, ampliamente recordado por su interpretación del jefe de policía Bill Gillespie en la película En el calor de la noche de Norman Jewison, que le valió los premios Óscar y BAFTA al mejor actor. Steiger compone un Napoleón histriónico, rayano en la biporidad, que se debate entre las expresiones de ira y desesperación, y los pasajes de autocomplacencia y autocontrol, con el fin de superar el fatalismo trágico del destino condenado, en pos de una perspectiva más realista en la composición del personaje —vinculada a los errores que cometió—, en contraposición al aristocrático y sereno duque de Wellington, interpretado por Christopher Plummer. La propuesta de Bondarchuck contiene el que probablemente es el mejor trabajo de ambientación, documentación y recreación de la etapa napoleónica hasta ese momento, recompensado con sendos premios BAFTA al mejor diseño de producción y al mejor diseño de vestuario.
Desde su mismo arranque, se anuncia la profundidad y la potencia visual de la cámara de Bondarchuk en ese ‹travelling› intenso, al ritmo marcial del golpeteo sincopado de los pasos contra el suelo, que desde las botas de los soldados en movimiento asciende hasta sus rostros para seguirlos, a partir de ahí de frente, hasta las puertas del mismísimo despacho del emperador francés. Así se compone este prefacio, que nos cuenta de su derrota en Leipzig en 1812 y su destierro en la isla mediterránea de Elba. Pero a los diez meses consigue fugarse del encierro y regresar a París para recuperar el poder. En consecuencia, veremos al nuevamente depuesto monarca francés Louis XVIII —«El rey gordo debe abandonar el trono», asevera con contundencia Bonaparte—, en la presencia impagable y por entonces ya descomunal de Orson Welles, sacando partido de uno de sus exilios europeos —no he podido evitar deducir el interés del genio norteamericano por el ‘César’ francés, ya que también intervino en los elencos del Napoleón de Guitry, así como en Austerlitz de Gance—.
La película alcanza su máxima prestancia en la filmación de los grandes espacios escénicos de la batalla, en espectaculares escenas de masas gracias a la aportación del ejército soviético, que destinó a más de 20.000 soldados para representar a los bandos contendientes, continuamente contrastados con los primeros planos expresivos de los rostros asustados o impacientes ante la tensión ambiental que rezuma toda la película durante esos “Cien Días” vertiginosos de regreso al trono imperial, derrota definitiva y destierro final. Esa alternancia constante y dinámica de grandes y amplísimos encuadres con las estampas intimistas del gran protagonista en sus desvelos, sus triunfos y sus fracasos, para mi es uno de los logros de la narrativa de Bondarchuk, que ensalza por medio de sugerentes alardes técnicos. Como el veloz movimiento de cámara, siguiendo las posiciones de las tropas enemigas desde un catalejo, para regresar al plano medio de los combatientes y finalmente ampliar el horizonte visual con las secciones en formación, o la plasmación del fulgor de la batalla, captada desde todos los flancos —con razón se hizo uso de hasta cinco cámaras Panavisión—, que de pronto se estiliza, ralentizándose, en silencio, hasta que recupera un acompañamiento musical suave y súbitamente vuelve a explotar con toda su virulencia, en la violencia terrible de la guerra. Para completar la vertiente formal de la película, hay que destacar la dirección artística excelsa como ya había demostrado el cineasta en su anterior trabajo, en composiciones espaciales cuasi pictóricas, tendentes a las geometrías, con potentes coloraciones primarias muy ensalzadas dentro del plano. También esa música épica y tan expresiva, a cargo de Nino Rota.
Y respecto al fondo, si en la primera mitad se suceden las reflexiones sobre la naturaleza y la legitimidad del ejercicio del poder —«Quien salva a una nación, no incumple ninguna ley»— o el carácter megalómano del Emperador —«Yo soy Francia, y Francia soy yo»—, en la segunda parte del metraje, con la batalla en marcha, el film se vuelca en la explicación de las tácticas militares, de las condiciones atmosféricas y de las decisiones estratégicas sobre el uso de la artillería, la caballería o la infantería, que llevan al triunfo o a la debacle y definen las personalidades de los combatientes. Aunque en el desenlace parece que el error devino de la ausencia forzada del líder que no podía evitar ya el derrumbe personal; unos instantes antes se preguntaba por su legado —«¿Cómo me conocerá mi hijo?»— Y la respuesta entregada del lugarteniente —«Agrandó los límites de la gloria»— solo consigue procurarle la decepción. Tampoco faltaron los lamentos de los de a pie sobre el sinsentido de la guerra. Aun así consiguió tomar la preciada granja hasta que el prusiano Bucher entró en escena como había vaticinado Wellinton en sus horas más aciagas.
Al final, el “Monstruo” es aniquilado en un film bélico muy notable que recrea un periodo histórico europeo con la combinación equilibrada de rigor, épica y emoción, en la estela de las más loables propuestas del género y es una sugerente alternativa ante el estreno en cines de la reinterpretación de Ridley Scott.
«El Cine es más hermoso que la vida.»
Estupendo comentario, María. Incita a leer y ver obra y adaptaciones. Gracias.
Muchas gracias, Roberto.La película me parece muy notable, diría que magnífica.El tema está de rabiosa actualidad por el estreno de la versión de Scott, Y es cierto que hay unas cuantas interesantes propuestas sobre este personaje histórico tan crucial a lo largo de la Historia del Cine que vale la pena indagar.