Paula Ortiz sigue inspirada en el amor que se destila de las palabras. Si la pasión centraba su libertina versión de Las bodas de sangre de Federico García Lorca en La novia, donde nos enfrentaba a algo más que la intensa verbalización de las palabras del autor, también disfrutábamos del buen hacer de sus protagonistas a través de portentosas imágenes capaces de hacernos estremecer, en Teresa parece ser la pasión que se desprende de la más pura devoción la que mueve el mundo creado para el teatro por Juan Mayorga en La lengua en pedazos, donde se repiten gestos e intenciones de su primera película, madurando conceptos para llegar a un mismo final arrebatado e intenso que concluya toda una vida.
En esta ocasión es Blanca Portillo quien encuentra la bendición de uno de esos papeles en los que lucirse o agonizar en el intento, obviamente la actriz consigue mimetizarse con el éxtasis que exige un personaje como el de Teresa, donde hay algo más que una mujer piadosa, cuando el temor de Dios se vuelve algo mundano al ver y sentir su contribución a lo largo de su vida.
Sin intentar crear un ‹biopic› al uso, ni tan siquiera tratar de reproducir una obra teatral en el cine, Paula Ortiz encuentra el modo de venerar a su protagonista desde la austeridad contrapuesta con una increíble imaginería femenina. Así conviven tres versiones de Teresa en un extenuante relato dictaminado por la conversación entre la devota y el inquisidor que debe cuestionar su pasado para decidir sobre su futuro. Asier Etxeandia repite gozoso con la directora para enfrentar sus líneas de texto a la protagonista, donde la emoción brilla en sus ojos como la desaprobación inunda su voz. Hay fuego en esas réplicas que con serenidad sabe Teresa apaciguar hasta desvanecer la duda que ni ella misma puede confirmar.
Paula Ortiz decide enfocar tan prolongada noche desde muy diversos ángulos, convirtiendo ese teatro dialéctico en algo que rompe con la imagen mostrada. La cámara, siempre a pulso, sin importar si es una estampa estática siempre por facilitar cualquier imperceptible acercamiento al rostro de Teresa, encierra imágenes icónicas que nos transportan a otros personajes beatificados o atormentados del cine. Es por ello que podemos pensar en las lágrimas de La pasión de Juana de Arco de Dreyer, o tal vez en las campanas tocadas en el abismo de Narciso negro, dirigida por Michael Powell y Emeric Pressburger, películas donde el temor de Dios tiene una afrenta propia, un tormento que hace tal vez más vívido el sentir de esas mujeres entregadas a los designios invisibles, a las palabras silenciosas, al sentir propio de la carne.
Paula Ortiz sabe dibujar una visión propia del cielo y el infierno sin necesidad de tocar la puerta de los dioses ni de los demonios. Su imaginario es más mundano y selectivo, disfrutando del saber hacer de esas tres versiones de Teresa descubriendo el mundo, con la necesidad de perfilar la emoción contenida más allá de lo que se nos puede mostrar, de lo que se nos puede contar. El misticismo y el éxtasis forman parte de un diálogo que va más allá de lo que tienen que decir la monja y el inquisidor, sus imágenes refuerzan cada una de esas sonoras palabras que las acompañan, devolviendo así Blanca Portillo el regalo envenenado de una no tan sencilla mitificación de la persona más mundana. Ella, desde el prestigio del amor y la pureza, mantiene a flote una Teresa que busca el impacto de su primer trabajo desde un punto más aferrado a la madurez, desde una presencia más sencilla y abnegada, que se equilibra con aquello que quiere representar. Teresa es fuego y agua dentro de un medio, el cinematográfico, que toma partido más allá de lo meramente visual sin miedo a re-imaginar lo ya existente.