Pienso en dos películas que tal vez se acerquen al estilo que Marc Recha busca con su nuevo trabajo. Ellas son La noche de los girasoles (Jorge Sánchez-Cabezudo, 2006) y La propera pell (Isaki Lacuesta e Isa Campo, 2016). Esta asociación no se debe únicamente al aspecto argumental que comparten (la tranquilidad de una pequeña población sacudida por acontecimientos inesperados, secretos familiares conocidos por todo el pueblo, estallidos de violencia en zonas rurales) sino también por una cuestión formal: ambos trabajos hacen confluir el thriller y el hiperrealismo, contraponiendo el crudo y transparente retrato de sus personajes con un tono manierista y estilizado (el que inevitablemente asociamos a un cine, por así decirlo, más comercial).
Esta es la pretensión que puede percibirse en el primer acto de la película que nos ocupa, cuando Recha nos presenta a dos tipos armados y a los protagonistas principales de su película: una madre y un hijo cuya relación, afectuosa pero distante, parece esconder unos cuantos claroscuros. Todo ello está rodado cámara en mano, el tratamiento de la luz coquetea con la iluminación natural y los contrastes. Al mismo tiempo, la mirada de Recha nunca pierde de vista las expresiones de los personajes, y es gracias a ellas que desciframos la mayor parte de la información que se propone transmitir. Este es, de hecho, el punto fuerte de Ruta salvatge: la monumental presencia de sus actores.
Y más que la de ningún otro, la de Montse Germán. Su mirada es intensa y a la vez desengañada, su expresión transmite seguridad pero también desencanto. Sus facciones, maduras y atractivas, parecen el reflejo de los rasguños que la vida ha dejado al pasar por ella. Tampoco desmerece en absoluto la actuación de Lluís Soler, cuya acotada expresividad, sencilla pero firme, es más que suficiente para describir el tipo de personaje que interpreta. Y algo parecido sucede con Àlex Bolet y Maria Martínez, dos actores debutantes cuyas miradas transmiten inocencia, buena fe y un deseo casi desesperado de ser queridos. El problema es que dichas miradas no llegan a encontrarse con la del director.
Por una parte porque la cámara de Recha no transmite la espontaneidad que promete. El tipo de planificación que escoge, innecesariamente cercana a los actores, parece que solo capte a medias sus acciones, provocando que la lentitud de las secuencias devenga tediosa. Más que visionar instantes decisivos en las vidas de los personajes parece que presenciemos situaciones descontextualizadas, cuyo papel en la historia resulta molestamente incierto. Al final uno tiene la sensación de que los planos están pensados para transmitir naturalidad sin que los actores sean conscientes de ello. Un lastre que provoca que sus imponentes expresiones resulten finalmente monótonas.
Por otra, porque esta suerte de mezcla entre thriller y realismo nunca termina de funcionar. La música expresiva de Alfred Tapscot no tiene sinergia con el pulso impreciso de Marc Recha, los antagonistas de la historia parecen villanos de una película de acción, los puntos climáticos apenas logran generar tensión. Este conjunto de lastres termina por minar los momentos más decisivos del relato, haciendo realmente difícil que la empatía del espectador llegue a despertar. De ahí que lo más interesante de la película sea el retrato de las vidas de los personajes principales y sus complejas relaciones. Lástima que todo ello quede nublado por un intento de mezcla de estilos que nunca terminan de encajar.