La experimentada directora de animación vasca Isabel Herguera, con una amplia carrera en el cortometraje, aborda el formato largo por primera vez en El sueño de la sultana. Inspirada por la obra homónima de la escritora bengalí Begum Rokeya, una historia utópica feminista que describe un país conocido como Ladyland, en el que las mujeres se han hecho con el poder y revertido la dominación masculina, la película tiene tres recorridos narrativos diferenciados y paralelos. En primer lugar, narra las peripecias de Inés, una directora de animación que, tras descubrir este cuento, decide emprende un viaje por la India, buscando esa Ladyland descrita y la tumba de Rokeya; al mismo tiempo, se nos muestran fragmentos del texto, de la ficción que inspira a Inés; finalmente, se narran también partes de la vida de la autora, ahondando en el paralelismo con la protagonista y el mensaje de la cinta sobre la permanencia de las dinámicas de poder patriarcales y la desigualdad todavía existente.
La compleja producción de esta obra, llevando cerca de diez años, y los trazos autobiográficos o, como mínimo, de inspiración personal presentes en ella dan cuenta del significado especial que tiene El sueño de la sultana para Herguera, y añaden una dimensión ineludible a esta suerte de viaje entre iniciático, catártico y reivindicativo que Inés recorre. La película nos habla a través de la inspiración utópica de Rokeya de la represión constante hacia lo femenino, del sufrimiento acumulado y del remanente, de la sensación de no encajar en un mundo concebido desde la óptica masculina y de las dinámicas de opresión aún existentes a día de hoy. El cuento que vertebra esta búsqueda es una suerte de respiro e inspiración, pero es también, en cierto modo, una losa para su protagonista: alguien que se lamenta de ser incapaz de soñar, apesadumbrada por sus propias experiencias vitales, se agarra como un clavo ardiendo a esa utopía. Y el problema es que es precisamente eso.
Inés busca el país de las mujeres, esa Ladyland que, tal vez, con su sola existencia, resolverá todas sus angustias personales. Pero Ladyland, tal y como la describe el cuento, no existe en ese mundo real y no la encontrará en su viaje. Hay aquí un hilo temático sobre la complejidad y la dificultad de la relación emocional con la ficción; no es que Inés no sepa que lo que ha leído no es más que un cuento, pero sus emociones y sus anhelos dicen y desean lo contrario. Y la ficción, para ella, adquiere un significado profundo y lleno de aristas como forma de enfrentar la realidad. Hay un punto de autodescubrimiento y entendimiento, como lo hay también de escape necesario. La cinta entiende todo este recorrido desde el respeto a todas estas sensaciones contradictorias y la convicción de que todas ellas son valiosas, emocionalmente hablando, y tienen una razón de ser. Finalmente, es algo tan simple pero tan significativo en Inés como un sueño lo que da sentido y cohesión a su viaje.
El sueño de la sultana, como obra literaria, es una pieza transgresora e inspiradora que se atreve a concebir una sociedad radicalmente enfrentada a la realidad, tanto de su época como en la actualidad. La película que nos ocupa, como inspiración de título homónimo, recoge este espíritu revolucionario y soñador, se deja imbuir de él y se pregunta en última instancia qué hacer con su legado en un mundo que todavía lo hace plenamente vigente. Es una reflexión con la amargura que da ser consciente de lo poco que se ha avanzado y de lo mucho que queda por recorrer; al mismo tiempo, celebra que exista una obra así, capaz de inspirar y mover en otra dirección y, tal vez, de contribuir a construir poco a poco otra realidad.
La animación en esta película es toda una filigrana estilística, que refleja tanto el amplio recorrido de la directora en el medio y sus posibilidades expresivas como la ambición concreta de este proyecto, y que, sin estas circunstancias, sorprendería aún más al ser una primera incursión en el formato de largometraje. El elemento más destacado a este nivel es el uso de tres técnicas de animación marcadamente distintas, una para cada vía narrativa: para la perspectiva de Inés utiliza un estilo de acuarela, más convencional pero no por ello menos bello y meritorio, que añade un halo nostálgico a las imágenes y que, personalmente, encuentro particularmente logrado en la forma en que funde a los personajes y objetos con el fondo; las secuencias de la vida de Rokeya emplean una animación con recortables, de estilo simple pero muy expresivo; y por último, las escenas del cuento están animadas con una técnica inspirada directamente en los tatuajes con ‹henna› de la tradición india, creando un acabado que es, tal vez, lo más hermoso y elaborado de la cinta.
Pese a su enorme mérito, hay una cierta irregularidad inherente a ese enfoque estilístico dispar; como también la hay en su narrativa, en parte porque el viaje tiene un punto esencialmente errático, pero también porque la película se permite entre otros ciertos caprichos personales, como la inclusión de varios cameos de personas reales que inspiraron a la directora, pero que no siento del todo cohesionados con el grueso de la obra. Esta falta de uniformidad resiente mi inmersión en algunos puntos, pero no afecta a una sensación general muy positiva, tanto por el uso que hace esta película del medio animado como por el ímpetu reflexivo e introspectivo de su narración.