Entre la vida y la muerte
En el último Festival de Sitges, plagado de películas-contenido, hijas de un tiempo de imágenes capturadas al instante, volátiles e inertes, el director de cine británico Robert Morgan —uno de los animadores referentes en el campo de la experimentación con ‹stop motion› desde hace casi dos décadas— presentó un filme fundamental sobre el trabajo del artista frente a las imágenes que rueda, moldea, proyecta y, posteriormente, se apropia. ¿Qué hay de uno mismo en la imagen que filma?
En Stopmotion, terrorífica exploración en clave metacinematográfica de las consecuencias físicas y psicológicas del acto creativo —en este caso, indiferenciable de lo manual y artesanal—, parece haber un cuestionamiento de la pertenencia de aquello que imaginamos y, posteriormente, rodamos. Un planteamiento presentado desde su inicio, con los primeros planos de las manos trémulas de Ella Blake (Aisling Franciosi) manipulando las figuras que protagonizan la película en ‹stop motion› de su madre. Por encima del mundo fílmico manejado por Blake existe una realidad donde ella no es más que un simple títere bajo las órdenes de su madre.
Sin embargo, más allá de una interesante retórica narrativa desde la cual el mundo real de la protagonista es fusionado con la ficción que debe terminar ella sola cuando hospitalizan a su madre, Morgan traslada magistralmente la inexplicable naturaleza plástica del ‹stop motion› al terreno de lo real, es decir, no como un elemento narrativo “meta”, sino como una cualidad estética de la imagen cinematográfica que apunte a una percepción del mundo actual. La falta de organicidad en la disposición de los personajes, la tosquedad de sus movimientos, incluso su situación dentro del encuadre y la poca presencia de decorado, constituyen la más fascinante, escalofriante e inspirada puesta en escena de una película de terror reciente. El distanciamiento de la cámara respecto a los elementos que componen el espacio escénico, impregnado de un chirriante sonido extradiegético, junto a un excepcional trabajo del gesto actoral, convierte todo el conjunto en un set de ‹stop motion›, tal y como el propio Morgan lo analiza, situado entre la vida y la muerte: «una especie de cualidad autómata… innatural… un Frankenstein… puedes traer a la vida cosas que están muertas». El artificio modelado por Morgan, no obstante, evidencia justo lo contrario, un mundo carente de vida.
El triunfo de Stopmotion también es rotundo como cinta de género. El brillante sentido del tempo y de la creación de una atmosfera, junto a un gran control del punto de vista trabajado estrictamente desde la posición de cámara, son claves para lograr una enorme tensión, por ejemplo, en las escenas puramente animadas. Asimismo, palpita una incómoda fascinación por el horror físico, visceral, vinculado plenamente al aspecto más carnal de lo humano, que recuerda al concepto de la nueva carne del cine de David Cronenberg, todo ello sin caer en los principios ‹aesthetic› del mal denominado “terror elevado”, más bien desde una especie de celebración muy autoconsciente de su espíritu de serie B.
Por último, uno de los atributos más destacables de Stopmotion es su habilidad para evolucionar junto al devenir psicológico de su protagonista, abrazando distintos registros formales en los momentos de máxima densidad dramática. El equilibrio de los primeros compases se desvanece bajo los estallidos de violencia del magnífico tramo final, rodado con una cámara al hombro de una rudeza impactante. No obstante, en última instancia, predomina el aura onírica de marcada influencia “lynchiana” que empapa las anteriores piezas de Robert Morgan. Una entrega a una abstracción enigmática, magnética y, cabe decirlo, esencialmente política. Porque Stopmotion es una cinta de terror brutal, pero también es la demoledora visión del mundo por parte de un autor total.