El acecho en la etapa universitaria nos ha ofrecido ríos de diversión macabra. Es una temática que en el terror siempre permite repetir roles y reglas con resultados de sobra conocidos pero que no importa volver a experimentar las veces que sea necesario. Los directores lo saben, de hecho muchos han crecido alimentándose de este imaginario y nos devuelven su visión actualizada a los comportamientos sociales del momento, aportando de vez en cuando alguna novedad, aunque sea mínima, al asunto.
Es el caso de Brandon Christensen, que afianza su relación con la plataforma Shudder (sí, esa con la que temblamos ya solo con ver su logo en pantalla, y no por razones de peso) tras Superhost, divertida a ratos y mordaz con las modernidades que nos ha tocado vivir, que explotaba el papel de ‹psycho› con una carismática protagonista que conseguía sostener a su manera el interés del film. Ahora vuelve con The Puppetman, cambiando radicalmente el registro para profundizar en ese campo abonado de universitarios en problemas al que le intenta aportar un toque de personalidad propia.
Con una potente escena inicial que nos permite ver la potencia del asesino al que se enfrentarán, la película nos lleva directos al trauma de una de las afectadas sin ambages, para poder hacernos partícipes de una amplia gama de posibilidades con las que enfrentar el terror. Christensen empieza entonces a dilatar y contraer el tiempo para asegurarse de narrar concienzudamente una historia pormenorizada. Se detiene a paladear la presentación de personajes, unos jóvenes a los que no deseas un fatídico final en todo momento —como ya es tradición en este tipo de cine—, fomentando cierta empatía gracias a las detalladas pesadillas que nos llevan al punto de no retorno. Lo acertado en este caso es ese extraño juego que se lleva con el ‹slasher›, que en realidad no define del todo el film por lo que el propio título indica, aunque sigue su rastro como si de un asesino en serie se tratase.
Ese concepto de marioneta es lo que nos lleva a la innovación a la hora de afrontar la sucesión de muertes, unas que se regodean en los excesos y el salvajismo con bastante ingenio ante lo invisible. Es entonces cuando lo de los hilos que manejan el mal toma fuerza y las concesiones hacia una inesperada explicación se afianzan, equilibrando momentos de suspense con la casquería.
The Puppetman es una película habilidosa, que sabe utilizar el concepto de marioneta más allá del “mal” que provoca el caos. Sabe dirigir la atención de todo lo que ocurre, a medio camino entre la historia post-adolescente de liberación truncada por una serie de absurdos asesinatos y la ancestral intriga familiar que va ganando terreno a cada paso. Se esfuerza en definir a su protagonista entre el miedo y la culpa e integra lo sobrenatural con cierta delicadeza, sin olvidarse en ningún momento del efectismo y el espectáculo.
Es cierto que su interés por generar una atmósfera dentro del abecedario de universitarios condenados en ocasiones dilata en exceso las escenas, pero se compensa cuando piensas en el conjunto y descubres una buena historia que no es idéntica a todas las anteriores, una virtud difícil de encontrar en las inmersiones contemporáneas de las nuevas escuelas del terror. The Puppetman sabe equilibrar los miedos sonámbulos, el drama personal y la fascinación por la violencia en una película con aspecto de distracción peregrina y eso es una experiencia que hay que probar. No resultará imprescindible pero sí una grata sorpresa.