La maternidad, ese gran pasaje del terror. Desde tiempos lejanos, el enfocar una situación de horror durante el embarazo se ha convertido en una nutrida experiencia que apela a lo psicológico, superando ya de por sí la angustiosa presencia de niños en el género. Jason Yu lo ha querido experimentar en su primer largometraje, buscando un equilibrio entre las nuevas fórmulas y las tradiciones sociales y culturales de Corea del Sur en Sleep, esa película que comienza y termina con reposados ronquidos. Ya se sabe, lo que más se valora es la tranquilidad pero, ¿a qué precio?
Lo del embarazo podría ser algo circunstancial, solo que en Sleep tiene una importancia en principio pasajera, pero que se convierte en algo imperativo. Una joven pareja bien avenida —llena de amor, complicidad y sonrisas— disfruta de los últimos meses de embarazo hasta que el marido, ante una posible crisis de estrés, comienza a funcionar como un sonámbulo por la casa, con alarmantes consecuencias. Yu construye en un hogar cualquiera, luminoso y confortable, la tensión equilibrada para generar el problema. Aprovecha, claro está, la presencia de Jung Yu-mi (que vuelve a experimentar en sus carnes lo del terror y la supervivencia en plena gestación como ya hizo en Tren a Busan) y Lee Sun-Kyun (que repite también en lo de localizar el drama más sofisticado en el hogar tras Parásitos), ambos cómodos en sus papeles y resueltos para acoplar sus personalidades a las necesidades de lo que está ocurriendo en cada momento.
Lo que podría ser un problema físico o psíquico frente a los nervios de una pronta paternidad/maternidad, se transforma en manos de Yu en un abanico de posibilidades, teniendo en cuenta la facilidad con la que se atribuye en el cine oriental cualquier problema a la superstición frente a las innovaciones en medicina. Podría parar ahí, pero va dejando de lado la importancia de la natalidad al comenzar a minar la relación de pareja a través del sueño, forzando la pasividad de quien duerme y la paranoia de quien no puede pegar ojo (por si acaso). Para ello no necesita apartarse de su escenario predilecto, la pequeña casa del matrimonio, aderezando los problemas del interior con la incursión de otros personajes que alimentan la confusión, ya sea una madre, una vecina o un pomerania. De todos modos, siempre queda ahí esa conciencia de padres primerizos: personas que descubren, de repente, la necesidad de cuidar la estabilidad de una recién llegada, que forma parte de su mismo ser.
Tras una calmada exposición del problema, el director comienza a elucubrar con fiereza al ritmo del insomne, jugando a dos bandas totalmente desequilibradas y forzando, con cierto gusto, los giros inesperados (aunque previsibles). Sleep se sigue con facilidad e interés, sin inventar ni arriesgar en exceso, capaz de exprimir la comedia coreana siempre presente en momentos inoportunos y con una vocación por aprovechar la intimidad de pareja —y la desconexión con la realidad propia de quien no duerme, ya sea por un bebé o por miedo a un desastre— frente a cualquier elemento extraño que desee desarmarla en una historia dividida en tres actos. Estos son capaces de invocar tres películas distintas a través de detalles casi inadvertidos llegando a un final que, pese a su claridad, potencia la libertad de lectura de los hechos, comprometiéndose con el desfase y el efectismo, con algunos elementos atrevidos —narra hechos que podría mostrar abiertamente y consigue darle un toque inspirado a un asunto que no siempre puede quedar bien en cámara— y otros altamente convencionales que se equilibran para conseguir que Sleep no sea inolvidable, pero sí capaz de revitalizar el tema del terror y la maternidad sin necesidad de abusar de los lugares comunes.