Una poesía postmoderna es quizás la definición o el concepto más cercano a lo que busca la presente obra, pero postmoderna en un sentido de pastiche, de disolución de la baja y alta cultura, de mezcla y mestizaje de tópicos dispares; aquí lo vulgar está en lo cómico, y en determinado tipo de decorados inverosímiles cercanos a la serie B que conviven con paisajes rurales cercanos a los retratados por Yasujirô Ozu o Yasunari Kawabata. Todo ello con un ritmo dilatado, de cine contemplativo, que evita en lo máximo el corte generando siempre un montaje ambivalente dentro de la composición.
Y lo de poesía también viene a la mente por su misma integración en pantalla, ya que mientras los personajes realizan lecturas, sus textos aparecen e incluso llegan a jugar con la caracterización. De base para esta diversidad estética y narrativa, está la historia de un triángulo amoroso confuso en el que el pasado y los mitos se intercambian con un presente elusivo, pues lo cotidiano o el ahora son inverosímiles como un sueño; de hecho, para alentar esta interpretación se refuerza el diseño sonoro a través del sonido con ronquidos que de tanto en tanto parecieran formar parte de la fauna y la flora como los chillidos de las cigarras.
Si bien esta es una historia con tintes románticos, se puede argumentar que la trama o lo emocional poseen un papel secundario en la construcción del relato, pues ante todo brillan los juegos establecidos desde el lenguaje cinematográfico, la apuesta estética y el ritmo dilatado que hace prevalecer el paisaje y su expresión por encima del diálogo. De hecho, por momentos el humor brilla como un elemento que resalta el absurdo del drama.
Hay una estructura ficcional clara en el inicio, pero esto se va pervirtiendo y deformando a medida que la narración avanza, surgiendo al igual que en El tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas los créditos muy adelantada la narración, haciendo énfasis en el quebrantamiento de la ficción verosímil de ese universo, y dejando entrever que la verdadera propuesta apenas acaba de comenzar; en adelante, empezamos a divagar en un escenario mutable, no simbólico, pero sí con una composición que mezcla lo real con detalles discordantes. También, para crear la ilusión de ensoñación o estado surreal, es importante la utilización de un filtro de difusión de la iluminación, en el que parecemos ver los eventos a desde un cristal que proyecta los bordes de los escenarios y protagonistas.
Las conclusiones al respecto de esta obra son difíciles de concretar, al menos en cuanto a las sensaciones o sentidos que prevalecen al final, pues su exceso de jugarretas y variaciones en cuanto a la propia existencia de sus protagonistas (que se mezclan con mitos alrededor del mar y de especies divinas) hace que, como espectadores, derive una tendencia a la sorpresa y al desconcierto antes que una inclinación hacia alguna realidad o razón de ser. No por esto hay que descartar su virtuosismo, pues en general la aproximación que plantea el realizador a través de la variedad de propuestas resulta ser bastante entretenida, si bien es cierto que en esta esencia postmoderna se esconde con frecuencia un sinsentido donde el pastiche y la emulación de tendencias pasadas son el armazón que reemplaza lo discursivo, o por lo menos el desarrollo temático, dejando al final prevalecer solo la máscara, el símbolo sin texto y los arquetipos sin lo representado. Es en este punto donde el cine de autor se mezcla con el cine comercial sosteniendo ambos una postura superficial.