El cine monstruoso
En su primera crónica desde el Festival de Sitges, Carlos Losilla se preguntaba si no era Pobres criaturas «el contraplano en versión ‘cine de autor’ de Barbie (Greta Gerwig, 2023)». A lo que cabría añadir: ¿cuál es la diferencia entre cualquier subproducto ‹mass media› y las películas de Gerwig o Lanthimos? Ambas simplifican sus discursos falsamente subversivos, entregados a su reafirmación a través de una imagen igualmente insustancial. Caprichos estéticos que no responden a nada más que la construcción de un mundo —en palabras de Losilla— de «superficies superficiales».
La nueva abyección de —como diría Miguel Blanco Hortas— este director-monstruo no supone ni una evolución en su estilo formal ni mucho menos un cambio en su mirada cínica, trastornada y egoísta hacia el mundo. Pobres criaturas es la ratificación última del triunfo de la banalización de la imagen en aquellos sectores que deberían combatir contra ello. Cada plano bien podría tratarse de una post de Instagram, puesto que su función no es otra que la de captar nuestra atención durante pocos segundos para después hacer ‹scroll› y pasar a la siguiente nimiedad de turno. En términos formales, la cinta es una continuación de imágenes lanzadas al vacío, incapaces de comunicar entre ellas y con un orden completamente arbitrario. Aunque podría pensarse que todo ello apunta al carácter aberrante de sus personajes; si así fuera, el filme tendría una mínima evolución formal, característica impensable en el cine de Lanthimos. No importa el montaje, no importa el punto de vista, no importa la escala de plano ni su duración, no importa nada más allá de epatar a base de un costoso diseño de producción y un discurso ‹crowd pleaser›.
La protagonista de Pobres criaturas, Bella Baxter (Emma Stone), es una mujer con el cerebro de su propio bebé, una creación del Dr. Godwin Baxter (Willem Dafoe), un científico repleto de malformaciones y cicatrices provocadas por los experimentos de su padre. El filme de Lanthimos se enmarca dentro del pensamiento hegemónico actual en torno a la liberación de la mujer, lo reduce a un despertar sexual (con experiencia lésbica incluida) y lo adorna de un alegato a favor del socialismo, la diversidad y un falso humanismo (con ridiculización a fuerzas opresoras incluida). Como los hombres que intentan aprovecharse de Bella para satisfacer sus deseos (ya sean sexuales o creativos, para Lanthimos no creo sean diferenciables), el cineasta griego explota sus criaturas, las utiliza como excusas para plasmar sus pijadas estéticas; capitaliza sujetos y cuerpos para edificar una puesta en escena tan cruel e inmoral como los personajes que critica.
En este sentido, cuando rueda los barrios pobres de Alejandría no pretende denunciar la miseria en la que viven las clases más desfavorecidas del mundo, su dolor es el vehículo para que Bella alcance un despertar, una revelación interior que le permita evolucionar como ser humano. De igual modo es utilizado el cuerpo de Emma Stone (o las deformaciones de Willem Dafoe), materia que, para Lanthimos, sólo tiene valor por sí misma en cuanto cumple con una finalidad que pueda ser encapsulada en imágenes de fácil consumo. Porque, en última instancia, esto es lo único que le importa a uno de los peores directores de la historia del cine reciente: consumir y ser consumido. ¿O acaso no se refiere a eso Bella cuando afirma que, siendo prostituta, es su propio medio de producción?
La celebración de autores como Lanthimos es la aceptación de un mundo sin emociones.