Puede que Riddle of Fire tenga, y tiene, problemas con su duración y su sentido del ritmo. Puede que tenga un tramo central excesivo en duración y que se atasque narrativamente en ciertos pasajes. Seguro. Sí. Pero a la hora de valorarla en conjunto, y más siendo el debut de su director, Weston Razooli, se nos antoja un problema menor, poca cosa. Porque dejando de lado este asunto, estamos ante un film tan bello, tan bien pensado y tan escrupulosamente ejecutado que es imposible no salir de su visionado enamorado completamente, con esa sonrisa que seguramente era el propósito último del director.
Más allá del concepto de arte, de la puesta en escena, de reinventar el cuento de hadas a modo de casi de distopía medieval en tiempos modernos, de crear una estética acorde con ese ‹look› setentero de 16 milímetros, de su paleta de colores o de su casting infantil certero, lo verdaderamente importante es como Razzoli cree en un tipo de cine y consigue darle una vuelta, proyectar una mirada en torno a esquemas que estaban, sino agotados, muy cerca de la redundancia y el copiar y pegar en el modelo.
Desde la irrupción de series como Stranger Things ha habido una especie de revival del subgénero “niños ochenteros en bici viviendo aventuras”. Algo que ya venía a rescatar esta idea del cine de los ochenta. Pero ya se sabe, cuando algo funciona es inevitable que surjan copias, variaciones en el tono y las tramas, pero al final todo acaba por parecerse demasiado entre sí. Demasiada repetición, demasiada falta de frescura, demasiado negocio.
Razooli, por su parte, coge este esquema y lo lleva a otros niveles aparentemente contradictorios. Por un lado asalvaja claramente a sus protagonistas, les da un aire más gamberro y contemporáneo. Deja las bicis atrás y los pone a bordo de motocicletas otorgando un aire de film de moteros asilvestrados, casi como un Easy Rider infantil. Pero esta “adultización” se ve contrastada con la idea de la magia, de la creencia en hadas, en una bondad a modo de fábula que nos habla de caballeros andantes con buen corazón.
Por otro lado está la reducción, como si de cine de aventuras ‹low-fi› se tratara, de la historia a una sola jornada. Lejos pues de estas aventuras de folletín capitular inacabables, todo se concentra en un día donde, a la manera de películas como Jo, ¡qué noche!, se suceden los acontecimientos en forma cada vez más poco plausible pero admirable, y donde se teje un aura de romanticismo en las relaciones entre los personajes.
Riddle of Fire puede adolecer de los típicos defectos de un debut, fundamentalmente por lo que respecta a sus ‹timings›, pero desde luego es una pequeña pieza de orfebrería en su dominio de los géneros que la habitan, su uso de recursos estilísticos y narrativos (el empleo del huevo como ‹Macguffin› va más allá de la simple broma) y, sobre todo, su habilidad para crear de un modelo agotado una mirada fresca y original alejada del habitual estado de coma genérico de estas producciones.