Puede que sea un fenómeno recurrente de todos los festivales, pero por concretar desde la experiencia, mejor ceñirse al festival que nos ocupa, el de Sitges. Como decíamos, es casi ya una tradición que siempre haya una película, sea voluntaria o involuntariamente, que se convierta en la sensación del certamen. En realidad da un poco lo mismo si hay una voluntad seria o no detrás del producto, lo verdaderamente importante es lo que genera en la audiencia.
Dicho esto, ¿qué podríamos decir de una película que parece dirigida por la sobrina de Apichatpong y cuyo argumento es una bizarra mezcla entre Las niñas de Pilar Palomero y La mosca de David Cronenberg —definición que proviene de nuestro redactor Pol Romero—?. Pues poco más que alabar la precisión de dicha definición. Y es que Tiger Stripes se escapa de toda convención posible en su despliegue a ratos sosegado, a ratos bordeando la epilepsia y en la mayoría de tiempo creando una atmósfera esperpéntica que hubiera firmado Valle-Inclán si hubiese sido malayo.
Lo que está claro es que, precisamente, no hay nada claro en absoluto. No sabemos si es un film de terror, una comedia negra, un drama rural o tiene algún mensaje que leer entre líneas. Lo que sí sabemos es que sea como fuere nada parece importar. Todo es absolutamente aleatorio, pero al mismo tiempo de una libertad pasmosa. Podemos asistir a cine contemplativo trufado de música ‹hardcore›, sonidos selváticos en postproducción cuando se ha rodado en un contexto donde ya existían dichos sonidos, vídeos de TikTok, celebración de la amistad y, sin solución de continuidad, escenas terribles de ‹bullying›, exorcismos realizados por chamanes estafadores que te quitan el demonio mientras piden ‹likes›, escenas rodadas a velocidades dignas del cine silente…y tantas y tantas cosas que ofrecen un ‹cocktail› o un mejunje tan raro como explosivo.
Y es que en realidad puede que el árbol no nos deje ver el bosque (o la selva malaya en este caso), pero son tantos los ingredientes expuestos que la reacción ante ello solo puede ser de pasmo primero, de hilaridad después y finalmente de infinita ternura por sus personajes y por la desvergüenza absoluta que muestra Amanda Nell Eu en su ópera prima como directora, y que esperamos que siga mostrando en futuros proyectos.
Ciertamente esta muestra de cine de la menstruación maldita (una variante del ‹folk-horror› tan original como desconocida para un servidor) es el claro ejemplo de que se pueden hacer todavía películas que, seguramente, mucha gente odiará (algunos abandonos en la sala lo certifican) pero que a través de algo tan simple y a la vez tan complejo como las ganas de contar una historia, independientemente de los medios, acaban por maravillar al espectador y crear comunión con la audiencia. Sí, puede que ver ciertas partes del maquillaje (por así decirlo) o del ‹atrezzo›, entre otras muchas cosas, muevan al sonrojo pero no nos cabe ninguna duda que la larga ovación final no tenía ni un ápice de sorna. Incredulidad tal vez, pero sobre todo agradecimiento ante esta colosal y maravillosa locura.
Doncs a mi m’han donat ganes de posar-me de peu i aplaudir. Goosebumps!