A falta de haber visto la mayor parte de la filmografía de la muy bien considerada directora Deepa Mehta, me veo obligado a comentar esta película desde el inocente criterio de unos ojos poco entendidos en el estilo de la cineasta hindú. A parte del título que nos ocupa, hasta la fecha tan solo he tenido la oportunidad de visionar Fuego, primera entrega de la conocida trilogía de los elementos abanderada por la aclamada Agua. Siendo tales mis conocimientos, las posibilidades analíticas de un servidor sobre Hijos de la medianoche en tanto que fragmento de la filmografía «mehtiana» son reducidas. Aún así, veamos cuanto puedo desentrañar del asunto. Entendiendo Fuego como buen ejemplo de la personalidad del estilo «mehtiano», puedo decir que Hijos de la media noche transmite cierta sensación de pérdida de autoría por parte de la directora. Donde esta antes optaba por una narrativa intimista centrada en la psicología de sus personajes ahora escoge un estilo universal (que igualmente podría llamarse convencional) más interesado en mostrar las experiencias de los mismos que en profundizar en ellos. Digámoslo todo, hablamos de dos largometrajes de formato claramente distinto; pero en cualquier caso, mi sensación es que este cambio de estilo afecta peyorativamente al último trabajo de Deepa Mehta.
Una pequeña comparativa de estas dos películas puede ser útil para entender el gran salto dado por la directora en su último trabajo. Vamos allá. En el caso de Fuego, la acción se situaba en un modesto apartamento de Delhi en donde un inesperado romance provocaba el desmembramiento de una familia (tristemente) convencional. En el caso de Hijos de la medianoche, la propuesta es mucho más ambiciosa: ahora nos encontramos ante el retrato de una inmensa transición: la que condujo una India colonizada a una India aparentemente libre. En realidad Deepa Mehta ya había abordado el tema de la independencia India en las dos películas de la trilogía de los elementos que siguieron a la primera; pero siempre lo había hecho desde una perspectiva intimista, como en la mencionada sobre Fuego. Precisamente en eso consiste el cambio de formato: si antes teníamos una modesta película de autor cuyo argumento giraba en torno a los personajes, ahora hablamos de una inmensa historia de importantes cambios alrededor de la cuál giran estos personajes. Y aquí es donde se nota la algo inexperta mano de la directora: la solidez de la historia y su capacidad evocadora son inversamente proporcionales a la inmensidad que esta adquiere progresivamente. Es decir, la mano firme de Mehta se va disolviendo a medida que la complejidad aumenta.
La película empieza con una simpática introducción acompañada por la eficaz voz en off de Saleem Bhabha, personaje entonces todavía por nacer. Todo ello da a la película un toque desenfadado que nos invita a conocer determinadas costumbres de la cultura hindú, desde una perspectiva crítica a la vez que cómica. Así pues, en la primera media hora disfrutamos de una ágil presentación de espacio y contexto hecha con esta curiosa mezcla de realismo mágico y epicidad tan característica en obras (cinematográficas y literarias) como 100 años de soledad, El tambor de hojalata, El club de la buena estrella o la también hindú El dios de las cosas pequeñas. Pero a medida que la película avanza la genialidad se disuelve, y cuanto más serios son los acontecimientos planteados más dificultades parece tener Mehta para plasmarlos de forma creíble. De hecho, acaba llegando un momento en que el gran torbellino de acontecimientos que es la época en que viven los personajes parece llevarse consigo el hilo conductor de la historia; dejando al descubierto una serie de hechos que, a pesar de consecutivos, acaban por parecer inconexos. En resumen, se trata de una obra que, si bien empieza con buen pie, acaba perdiéndose en si misma, incapaz de lidiar con la inmensidad que desprende una historia de tales dimensiones.