Il vento soffia dove vuole da inicio con una cita de Amédée Ayfre que marca la dualidad que se parece desprender del en ocasiones ambiguo comportamiento de su personaje central, Antimo, un joven que trabaja en la granja de su padre, conviviendo con este y con su hermana ante la ausencia de la figura materna y los desvíos que le llevan a la iglesia del pueblo, a donde acude tanto a presenciar la misa como a confesarse con el párroco de vez en cuando.
Righi dibuja un mosaico que va tomando forma mediante planos estáticos, delineando un día a día rutinario, que se mueve entre los quehaceres ayudando a su progenitor —personaje al que apenas veremos en un plano, pero del que conoceremos algún significativo matiz en boca de Antimo— y el tiempo que pasa junto a su pareja, Miriam. Una rutina que se diluirá ante la figura de Lazzaro, uno de los trabajadores de una granja de la zona que llamará la atención del protagonista, y en el que volcará sus esfuerzos ante la disposición de Lazzaro a abrir sus ojos en torno a las enseñanzas relativas a una fe y una religión que se consolidan como eje central del relato, tanto por el peso que poseen en el mismo como por un simbolismo que se cierne de forma casi etérea sobre el film, ya no solo en forma de crucifijos que regentan las paredes de los distintos hogares donde acontece la acción, sino asimismo en secuencias aisladas cuya presencia parece recomponer las inquietudes de Antimo, un personaje cuya angustia vital queda reflejada especialmente en los distintos diálogos que irá sosteniendo —con el párroco o con su propia hermana—, pero cuya gestualidad asemeja también un periplo que, lejos de los percances sufridos por la propia existencia —en este caso, relativos a esa citada ausencia materna—, refleja algo más que cicatrices. Una sensación que Jacopo Olmo Antinori, el intérprete que da vida al protagonista, se encarga de trasladar a los recovecos de la crónica engarzada por el cineasta italiano, siendo su peculiar rostro y los matices que se deducen de su expresión un acerado espejo a aquello que parece manifestar en ocasiones Antimo.
No obstante, y si bien ese trabajo eleva los atributos de Il vento soffia dove vuole, estriba una determinada pereza de la planificación que juega en su contra, y es que si bien del uso del plano se puede deducir un extraño acercamiento a esa espiritualidad a la que apela el film en la construcción de su personaje central y de las aristas que irán componiendo un retrato tan indeterminado como volátil, siempre se fragua desde una distancia solo rota en los encontronazos que sostendrá Antimo con su hermana Marta y el párroco, buscando otorgar sentido a aquello que muy probablemente no alude a una razón específica.
El nuevo film de Marco Righi constituye, así, un ejercicio tan (en apariencia) sugestivo como abúlico: no por falta de voluntad o ausencia de estímulos, más bien por ciertas elecciones que menguan la efectividad del relato, suspendido en una tibia llanura durante demasiado tiempo como para que su curso, llegando a obtener un sentido muy concreto, pueda llegar a desembocar en alguna reacción por parte del espectador. La presencia, en definitiva, de ciertos patrones demasiado comunes en el llamado cine de autor, termina mitigando los efectos de un film mucho más interesante desde su vertiente teórica (o teológica) que práctica.
Larga vida a la nueva carne.