Propusieron tomarla como una ópera cósmica, y no es para menos. A partir de tres pequeños extractos, divididos con los nombres de sus tres personajes principales encontramos en Blood Machines la lucha artificial definitiva. Y lo de artificial es definitivo por la manufactura que trae tras de sí la película (o mini-serie), ya que todo en ella es ficticio, un trabajo elaboradísimo de CGI para reivindicar lo humano en las inteligencias artificiales.
Seth Ickerman, Raphaël Hernandez y Savitri Joly-Gonfard se unen tras el mediometraje “matrixiano” Kaydara, y no esconden su fanatismo —como ya hicieron por aquel entonces con la creación de las hermanas Wachowski— a la hora de elaborar su imaginario. El espectáculo comienza desde sus primeros minutos, con una representación detallada de naves con ese aire ‹steampunk› inmensas que nos sitúan en una acción pasada, desencadenante de una aventura en la que se enfrentan hombres y mujeres, deidades y máquinas, sin definir el bien y el mal en ningún momento.
Así descubrimos a una especie de Hal 9000 con voz aterciopelada con una estética a medio camino entre el robot de Metropolis y una chatarra infernal, que acompaña a un viejo mecánico y a un tipo indeseable siempre (siempre) con un objetivo de alguna corporación remota. Un extraño trío que actúa de ejecutor y despliega una batalla inicial confusa frente a una máquina que como afirman sus defensoras «tiene vida».
Es entonces cuando, al presentar a estas mujeres, podemos concebir la idea de estar ante un producto hecho por hombres, donde la desnudez se vuelve esotérica y las máquinas cobran consciencia y un aspecto físico idealizado —sí, abundan los pechos flotantes—. Persiguiendo un cuerpo luminoso por el espacio conocemos unas pretensiones más elocuentes que las del propio Ridley Scott en sus precuelas de Alien, donde fantasear con la artificialidad en su forma humana, como si funcionara esta Blood Machines como un capítulo piloto para una fantasía con la que a muchos les estallaría la cabeza.
Donde más destaca este experimento es en la elaboración ficticia. Los efectos son detallados y desbordantes, hay mucho trabajo de post-producción donde demostrar un despliegue de medios ilimitado, al menos en lo que se refiere a la pericia de superponer capas y capas de efectos con las que revestir una historia sencilla pero, por qué no, sorprendente, sobre todo en lo que se refiere a su ambiciosa puesta en escena.
Unos pocos personajes que no determinan ninguna profundidad concreta, una colección de armas, naves flipantes y universos a tope de color (brillos y neones) y una música incesante y sintetizada elaborada por Carpenter Brut, nos lleva a pensar en Blood Machines como un experimento que va a emocionar a los fans de los artificios, al encontrarnos ante una pieza sobrecargada de estímulos que, por unos instantes, te deja ante la duda de lo que acabas de presenciar, sin capacidad para discernir si es una obra maravillosa o una preciosista nadería que surge de aquellos que adoran lo de antaño, pero que no tienen miedo de intentar algo nuevo a partir de todo lo que conocen. Un gran fin de fiesta coreografiado cierra este tríptico con suficientes fuegos artificiales para impactar y corroborar las delicias de lo visual.