El sentido de libertad que supone concluir los estudios secundarios previos a la universidad da paso a un verano que es punto de inflexión en la vida de cualquier adolescente. La aparente liberación de todas esas responsabilidades impuestas abre el camino a unas expectativas de potencialidades infinitas. Ese breve instante tan reconocible de la existencia de sus protagonistas es el que captura Our Eternal Summer (L’Été l’éternité, 2021) en sus primeros minutos, subrayados por el uso de la voz en ‹off›. Un subrayado que a posteriori se descubre como algo recurrente a través de distintos recursos, quizá como una prueba de inseguridad en lo que transmiten las imágenes de la cámara que la propia directora Émilie Aussel registra. Este retrato coral —que se construye fragmentariamente de modo impresionista— continúa enseguida con un corte abrupto en su despreocupado devenir: la muerte de una joven, de una de ellos, el vacío que deja, el dolor al que se tienen que enfrentar cada uno de manera distinta y el trauma que puede marcar sus vidas, toman el control del relato. En su momento álgido deben afrontar el sentido de su mortalidad.
Los planos fugaces, las fiestas, la playa, las risas y el amor dejan entonces espacio a los silencios, a la distancia entre los personajes —con los conflictos que se abren entre ellos— y con el paisaje natural o urbano. Un contraste que funciona también para expresar esa soledad individual ante el duelo. La distancia narrativa y una fotografía con composiciones abiertas en planos generales proporcionan así cierta autenticidad documental a las escenas. La cámara en mano fluctuante es más evidente en planos medios y primeros planos, en momentos íntimos, que ayudan a desarrollar el aspecto dramático del filme, con un deliberado hermetismo psicológico que, junto a un relato eminentemente elíptico, evocan al cine de Angela Schanelec y sumergen al espectador en un estado de ensoñación. Desde el inicio el reparto aparece en secuencias confesionales con testimonios a cámara, con relación de aspecto 1.33:1, que pretenden dar cierta explicación a los sentimientos de los jóvenes en su experiencia individual, llegando a verbalizar en ciertos momentos las propias intenciones discursivas de la cinta. Otra contradicción en su narración, que infravalora las posibilidades del montaje de la película, que tiende a lo naturalista, para dar mayor importancia a una exposición que resulta superflua y excesivamente cliché.
La pérdida de la joven actúa como un elemento catalizador por separado y en las relaciones personales del grupo de chicos y chicas, que deben recomponerse para seguir con sus vidas incorporándola a su identidad. Como ocurría en La aventura (L’avventura, 1960) de Antonioni, la desaparición es tan solo la excusa para abordar las complejas repercusiones para un adulto en construcción de asumir la inherente imperfección de lo que será el resto de sus vidas y cómo son capaces de expresarlo. El encuentro de una de ellos con un trío de artistas perfomativos (que podrían salir de un largometraje de Julio Médem) elabora esta idea proyectando distintas formas de lidiar con sus demonios interiores, con el arte como una vía catártica para dejar salir todo aquello que somos incapaces de articular en nuestra cotidianidad con quienes nos rodean. Una de sus performances se combina en montaje con el testimonio de uno de estos artistas atormentados —que tienden por momentos a la caricatura involuntaria— creando seguramente el pasaje más estimulante y revelador de Our Eternal Summer, que se escapa afortunadamente a los encorsetamientos del cine de autor europeo contemporáneo. Este segmento permite vislumbrar en su brevedad las posibilidades estéticas y visuales reprimidas en un trabajo que resulta riguroso en lo formal, pero sin margen para el riesgo o la sorpresa dentro de su corrección estilística.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.