El otro día leía una reseña sobre la última película de Ira Sachs, Passages, en Little White Lies que comenzaba indicando que el director regresaba al cine con una obra íntima e intensa sobre un trío amoroso protagonizado por un director de cine al estilo Fassbinder. Sin saber mucho sobre el cine de Fassbinder, a mi pesar, diría que coincide en todo lo demás con Forty Shades of Blue, donde el trío amoroso es igualmente íntimo e intenso, cambiando la profesión del cineasta por la del músico y el papel protagonista siendo para la mujer de este, a quien se suma la figura del hijo del primero para dar con un drama sobre la levedad del ser y el aburrimiento en un ambiente burgués que no termina de cuadrar del todo en el carácter de ella.
Ella, una compositora y letrista rusa viviendo en Memphis, experimentará un despertar emocional tras conocer al hijo de su marido durante una de sus primeras visitas en años, según la sinopsis. Pero para conocer el despertar, primero debemos conocer a la persona. Es por eso por lo que, mientras la película comienza mostrando la relación entre la mujer y el marido, que coincide con una serie de homenajes y fiestas dedicadas al segundo y que nos permiten comprender cuál es el papel de cada uno, Sachs va centrando nuestra mirada mucho más en el carácter de ella y su personalidad, en cómo es vista o tratada por otros hombres y en cómo tiende a desenvolverse en ciertas circunstancias. Mientras su marido está en la cama con otra mujer, ella vuelve a casa borracha acompañada de otro hombre que ha prometido llevarla a cambio de nada, solo por su buena fe, pero que decide quedarse en la casa a la espera de recompensa. Es entonces cuando descubrimos en una de las habitaciones que nuestra mirada no es la única que ve qué está ocurriendo, iniciando a partir de entonces una nueva relación entre el hijo y la esposa del músico, cuyos preliminares vienen predispuestos por un poco de prejuicios.
Más allá de la depredación sexual masculina mostrada al principio, que es acompañada por un poco de violencia varonil o viril, según la connotación que se le quiera otorgar, a mitad de la película, o quizás precisamente por todo eso, al dar el máximo protagonismo a la mujer, Forty Shades of Blue funciona mucho más en su ternura y sensibilidad, lo cual parece ser la marca de la casa de Ira Sachs. En este caso, ofreciendo la perspectiva de una mujer con trazas de muñequita que vive atrapada tanto en un triángulo amoroso como en una vida a simple vista plena, reflejada normalmente en planos interiores que parecen separar a la protagonista de la vida en general, incluso a la hora de conducir o yendo de copiloto en un coche.
De este modo, Forty Shades of Blue salta constantemente del análisis distante de la situación a la cercanía y comprensión de todos los personajes, aunque no siempre conscientemente, haciendo, de esta historia sobre dos romances perfectos y fallidos y de las melancolías tácitas de una vida que no colma, un producto en general reposado, pero también impulsivo, que mantiene al espectador constantemente interesado —si bien a cierta distancia— por conocer más sobre unos personajes que conviven en una atmosfera que evoca mucho más de lo que muestra, y mira que muestra, porque entre medias de todo lo que he contado, encima también hay un poco de drama paterno-filial, porque el hijo del músico parece no haber superado todavía el hecho de que su padre siempre lo pusiera por detrás de su carrera durante toda su vida, desesperado debido a su egocentrismo.