Pequeña, íntima, poética y al mismo tiempo realista y veraz. Estos son algunos de los adjetivos que vienen a la mente después de visionar No se admiten perros ni italianos. Una crónica sobre una familia italiana (basada en la propia familia del director, Alain Ughetto) exiliada en Francia a principios del Siglo XX. Aunque, más que una familia, lo que se narra es la vida en esos tiempos, los conflictos a los que había que hacer frente. Es en este sentido, dentro del ámbito rural, en que asistimos una vez más a un mensaje que va de lo particular a lo universal.
Y aunque parezca un detalle poco significativo todo ello es plasmado en ‹stop motion›. Algo que no es baladí teniendo en cuenta que la animación no es un género dado al drama más íntimo o, como mínimo, tiende a buscar el factor aventura por encima de lo naturalista. Con ello no queremos decir que no sea posible (el film demuestra lo contrario), pero sí que es otro factor sorpresivo para bien.
A pesar del corto aunque ajustado metraje, hay espacio para la narración familiar, la comedia, el drama y una descripción de eventos históricos que más que explicados desde una objetividad academicista se ponen sobre el tapete a través del diálogo entre los hechos y las consecuencias que derivan en la familia.
Y aunque, efectivamente, esta es una narración cronológica en ‹flashback›, es interesante el uso de la elipsis temporal. No solo sirve para no sobrecargar de datos o de anécdotas, sino también porque de esta manera puntúa los momentos claves de principios del s. XX a la par que genera una sensación de pausa entre estos momentos. Como si la historia de esos años se moviera a impulsos, a trompicones donde los intersticios temporales fueran un continuo de momentos valle, tan solo relevantes en cuanto a preparación para las convulsiones geopolíticas posteriores.
Ughetto consigue, a pesar de estos presuntos vacíos, que todo se desarrolle con total naturalidad, sin perder un ápice de detalle en lo familiar que parece seguir exactamente los tempos de la época, con rutinas solo interrumpidas por las sacudidas dramáticas de lo externo (guerras) o por las pérdidas propiamente internas de lo familiar (accidentes, problemas laborales). Y todo ello sin remarcarlo en exceso, con el tema del exilio siempre de fondo. Al fin y al cabo, a pesar de la adaptación a las circunstancias y la nostalgia, el conflicto de identidad siempre está ahí, presente.
Pero quizás, lo mejor de la obra, es como conjuga todos sus elementos sin necesidad de caer en ciertas miserias al respecto de la inmigración, de la dureza de las condiciones laborales, o de los horrores de la guerra o el auge del fascismo. Todo ello está presente, sí, pero es enfocado no desde una objetividad fría o desapasionada, sino con el rigor preciso que huye de banalización pero tampoco quiere caer en un mitin propagandístico que haga perder el foco de lo que se quiere contar. Al fin y al cabo esta es una película que es una carta de amor a la familia, pero también un testimonio que puede ser áspero y del mismo modo dulce sobre un tiempo y un lugar. Como la vida misma. Sin duda, excelente.