Esta historia da inicio en la realidad posterior al final, donde la concreción del legado en la que la máxima “el fin justifica los medios” revela su desequilibrio, pues la corrupción inmanente en esos medios con facilidad deviene en perversidad, frustración, y un caos latente en el sujeto producto de la malversación histórica: el padre no necesariamente ha criado monstruos, pero sí ha obligado a sus hijos a cargar con el legado de la monstruosidad. Al principio es posible que no se entienda, pues el prólogo parece habitar o desarrollar su propio espacio (violento y desproporcionado en su cierre), pero todo ello se debe a que la respuesta, justificación o razón de ser de tales hechos no está en los intérpretes sino en sus progenitores. Es ahí cuando la imagen, la forma audiovisual, transmuta hacia ese material vulgar y carente de detalles y tonalidades profundas de las cámaras de vídeo de principios de los 90’s; la suciedad de este tipo de película no tan antigua pero aparentemente subdesarrollada por la precariedad con la que se presenta es la estética del colapso, de la independencia impuesta, de una patria que surgió con incomodidad tras la caída de URSS y que aún hoy en día es incapaz de consolidar una estabilidad política y cultural. Por supuesto estamos hablando de Ucrania.
Hay una tendencia narrativa en la obra que se asemeja a la de la Nueva ola rumana, con largos planos de conversaciones en los que se privilegia el realismo en las actuaciones, las cuales se caracterizan por retratar de forma verosímil el carácter típico de las personas de la región. A través de este rasgo a la vez se genera una distancia o imposibilidad de identificación entre el espectador y los personajes, por lo menos si el espectador es ajeno a la región en que acontece el drama. A la definición de drama también podemos sumar la tragedia, pero en un sentido moderno, con pinceladas de humor accidental que emerge precisamente de la inestabilidad de las instituciones que surgen de forma arbitraria tras la disolución de la URSS. Todo esto se evidencia con especial atención en la segunda parte de la cinta, en la que la historia migra en el tiempo a mediados de los 90 para retratar el falso rigor de los procesos penales que llevaron a cabo los padres de los protagonistas iniciales; en este sentido, la historia revela un rostro de la justicia en el que la misma es una formalidad, un decorado, una fuerza simbólica que se mantiene como signo de estatus (quizás más para las naciones extranjeras que para los locales) que se utiliza como medio para dotar de una sensación de estabilidad.
También el cinismo, presente en los diálogos y en diversas escenas, deja ver cómo determinados funcionarios trabajan de una manera desapasionada o, por lo menos, desinteresada en cuanto a la labor correcta de la justicia, diferente al retrato de los detectives de las películas típicas norteamericanas; estos detectives no están dispuestos a hacer un mínimo sacrificio en pro de la moral, por el contrario lo único importante parece ser la sostenibilidad del cargo y la posibilidad de sacar algún que otro rédito extra.
Así, con un halo monótono, el director logra retratar de forma verosímil y cruda un pasado que aún tortura el ideario cultural de su nación. Quizás lo que más impacte a largo plazo de esta cinta es la impasividad en la que conviven rutinas cotidianas con actos de corrupción, estableciendo así una convivencia natural o normalizada en la que el rostro de la maldad es incapaz de reconocerse aun cuando se mira al espejo. Al final, el principio de la historia, más que una reacción realista, quizás sea la misma ira o impotencia del autor frente a aquel mal que lo ha engendrado y cuya sangre corre por sus venas, imborrable sabiendo que en parte él es el motivo o justificación para dicho pasado.