La realidad dinamitada. Juraj Lerotić es espectador y a la vez guía de la tragedia mundana, dando forma a pensamientos inconexos, al fin del mundo conocido, a la normalidad alterada. Como director, guionista y protagonista de su primer film sabe introducirnos en un caos en el que no cabe la melancolía, pero sí la explicación, hasta el punto más cercano a la realidad, de una ruptura, consiguiendo que el cine sea el medio para hacernos conocer los hechos.
Es importante eso del Cine, puesto que el lenguaje que nos ofrece tanto la cámara como el sonido son imprescindibles para sumergirnos en un estado continuo de alerta e inevitable tristeza ante lo que aquí ocurre. Todo parte de un plano fijo, lejano, donde lo cotidiano se esparce a un lado y otro del escenario, hasta que la acción toma presencia con un minúsculo personaje —dada la lejanía de la cámara— que corre, avanza, forcejea con un objetivo. Ya desde este instante, Safe Place se comprende a través de distancias y espacios. Con un formato estrecho, Lerotić no se conforma con ello y va emplazando a sus personajes en determinados escenarios que rompen su imagen. Nos encontramos con rostros escondidos tras paredes que reducen más si cabe el plano, con escenas a través de cristales que conviven con una acción lejana sometida al reflejo de otra realidad aparentemente fuera de campo, o con espacios inabarcables en los que los personajes son poco más que puntos insignificantes. Toda esa claustrofobia es magnética y consentida, porque nos está dando nociones tan certeras como abrumadoras de la situación.
También es importante el Cine si pensamos en una de las escenas más personales y a la vez metacinéfila que podría haber elegido el director a la hora de abordar la trama, rompiendo los límites de la historia, confiando en esa realidad que ahora es ficcionada, que tiene un objetivo, una razón de ser, y que realmente nos permite conectar más si cabe con sus personajes.
Safe Place tiene uno de esos títulos paradójicos, puesto que no parece existir ese lugar seguro al que aferrarse para ninguno de los tres protagonistas, dos hermanos y una madre enfrentándose a esa gran desconocida que es la salud mental. Al menos para ellos tres que se encuentran, como nosotros, en una situación desbordante ante el intento de suicidio de Damir, una ruptura frente a la aparente normalidad, un tema que se equilibra con las imágenes mostradas, y un sonido ambiental ajeno a cualquier musicalidad, que sabe capturar la esencia de cada instante vivido, ensordecedor o mudo, siempre tajante.
Que eso llamado Cine no sea el único protagonista es todo un reto, ya que se utiliza para acompañar unas impecables actuaciones. La mirada perdida de Goran Marković, ese constante titubeo ante preguntas que en realidad parecen imposibles de responder, o su simple quietud frente a los acontecimientos empasta con la calma de Juraj Lerotić, dando forma a otro tema vital en este lugar, que es el contraste entre una familia que sin comprender se intenta adaptar a los movimientos de Damir, y un sistema sanitario y policial absolutamente precario que no sabe conectar con la problemática personalizada, siendo este un caso más entre todos los que necesitan una actuación con urgencia, ajenos a cualquier tipo de empatía.
Es constante el movimiento, cierto, pero también agónico el lento avance de los acontecimientos. Nos movemos por un Zagreb hostil, pareciera que motivo de tan definitiva decisión, donde las imágenes son frías y grises, donde sanar no parece una opción. Pasamos a Split, que nos recibe con su naturaleza reflejando el cristal que esconde a los pasajeros del coche, una idílica y perturbada distorsión del momento que parece querer dar un respiro, una calma antes de esa tormenta anunciada, que no hace más que fortalecer la opresión en el pecho de quien lo observa.
Safe Place es un torbellino, una historia que nos habla de consecuencias desde el mismo desarrollo de la acción, que tiene la habilidad de emparentarse con la impotencia del testigo al mismo tiempo que desgrana la silenciosa inquietud de una mente quebrada. No necesita el porqué cuando el simple hecho de narrarnos el suceso habla con tanta fuerza del suicidio, la salud y la forma en la que se trata a ambos lados de quien lo padece. El dolor está presente, del mismo modo que la cercanía parece ser negada con tantos muros alrededor de sus protagonistas, pero el sentimiento es palpable, una innegable sensación que nos remite a un lugar seguro, el que cada uno busca, el que Lerotić intenta recrear.