Después de casarse con el poeta inglés Ted Hughes en junio de 1956, Sylvia Plath pasó la luna de miel junto a su esposo en París y, también, en Benidorm. Esta ciudad turística de la costa mediterránea y su estética vacacional es lo que inspira a María Antón Cabot la conexión del título de su película Soy vertical pero me gustaría ser horizontal (Sóc vertical però m’agradaria ser horitzontal, 2022) con el poema homónimo de la escritora estadounidense. Así consigue lanzar una audaz propuesta conceptual a su relato. ¿Y si una mañana Plath (Odette Galbally) sale a pasear tras discutir con su marido y sufre una insolación, despertándose en el año 2022, y acaba conociendo a Belén Esteban (Ruth Gabriel) en la playa? Al más puro estilo de ensoñación fantástica, siguiendo la tradición de novelas de aventuras como Un yanqui en la corte del rey Arturo de Mark Twain, surge la premisa que lleva a la directora a plantear su tesis: Plath y Esteban, Sylvia y Belén, dos mujeres de gran celebridad e historias personales aparentemente muy diferentes y aunque pertenecientes a épocas distantes en el tiempo, tendrían muchas cosas en común.
Algo que la cinta escenifica desde un tono tragicómico, pero siempre manteniendo un especial cuidado en el registro del radical contraste que aparece entre ambas delante de la cámara. Ruth Gabriel con unas grandes gafas de sol consigue construir una mirada autoconsciente sobre su personaje a través de su fisicidad, eludiendo la imitación. Captura en todo momento la idea de una persona real creada desde cero, aunque tome como referencia alguien tan reconocible de la cultura popular española. La perspectiva que María Antón Cabot establece sobre Plath inicialmente, dentro de una casa solariega, indagando en su intimidad y sus pensamientos, se traduce en una desmitificación a través de gestos cotidianos y prosaicos —por ejemplo, observamos cómo se depila las piernas—. Los planos fijos completos, con suaves paneos que mantienen composiciones abiertas en el interior, dan paso a unas estampas en el exterior que la posicionan a escala de los magníficos árboles de la zona o los altos bloques de edificios de la ciudad en la actualidad. En ese entorno, que desplaza a sus dos protagonistas espacial y temporalmente, que las descontextualiza, es donde las dos mujeres comienzan a hablar torpemente y a conocerse, trascendiendo la barrera del idioma y entendiéndose a pesar de ella durante las siguientes horas que pasan juntas.
Atendiendo a esta especie de aproximación biográfica ficcionada —de representación espectral de una figura histórica y tótem artístico como Sylvia Plath—, este mediometraje se puede vincular al reciente trabajo de María Pérez Sanz en Karen (2020), donde se contaba la relación entre la autora de Memorias de África y un criado. Un vínculo que se construía más allá de los orígenes y culturas diversas de las que procedían ambos, para encontrarse espiritualmente en un espacio único que les pertenece. Un espacio reconocible y universal pero reapropiado y explotado comercialmente a posteriori por la mirada historiográfica y necrofílica del pasado de nuestra sociedad. Esa intimidad que supera cualquier fetichismo de la celebridad es la misma que emerge de las imágenes de María Antón Cabot entre Sylvia y Belén. La comprensión y empatía que sienten la una hacia la otra por el dolor y el drama que las atraviesa son algo más que puntos para entender su obra o sus apariciones públicas en un programa de televisión: forman parte de su humanidad, son cualidades inmanentes a su existencia como mujeres. Una existencia particular que se define y mediatiza por su significado colectivo, una lógica que la cineasta ya proponía y desarrollaba en su ensayo sobre el amor y el sexo en Pico 3 (<3, 2018).
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.