Dentro de ese afán del director islandés Hlynur Pálmason por retratar al hombre (masculino) en plena construcción o quizá con el afán de destruir todo lo que le da nombre, hay un pequeño apartado menos definitorio e igualmente representativo de su cine. El mismo año que vio la luz su última película, una Godland que llega ahora a nuestros cines, también surgió el cortometraje Nest, donde se entremezclan algunas de sus neuras idílicas, como la imagen estática y la edificación física alrededor de su narración principal, pero también un nuevo punto de vista, al alcanzar cierta amabilidad en su avance, sin la necesidad de contar con esos toscos hombres que desvanecen su sentido frente a los elementos.
Nest, que hace referencia al nido, surge a escasos pasos de la casa donde habita el director, con sus propios hijos como protagonistas de la historia. La idea es sencilla y evidentemente muy personal. Hlynur nos quiere hablar del tiempo y el constante cambio de las huellas que el hombre deja durante su avance. Para ello nos enfrenta a un plano fijo, una cámara fija que por contra nos muestra los cambios incesantes de aquello que se encuentra frente a ella, esto es, un futuro nido para esos niños inquietos.
La conservación de la inocencia es principal en el transcurso del metraje, donde los adultos desaparecen de escena, siendo lógica su intervención pero no visible. Esos pájaros libres son tres niños que se mueven alrededor de un espacio aparentemente ilimitado, donde observamos cómo se va gestando una especie de casa árbol sobre un viejo poste. Aquí es donde los ideales arquitectónicos del director van tomando forma en concretos lapsos temporales que nos envuelven en un posible pregreso de la construcción. El hombre siempre como intervencionista de la naturaleza, y esta siempre presente en sus cambios. Nest se creó a lo largo de 18 meses, por lo que las inclemencias temporales que acompañan al paso de las estaciones son, en parte, un significativo artificio que marca esta construcción y el cambiante paisaje que le acompaña, infinito, impoluto.
Toda esta aparente quietud se rompe constantemente por el libre movimiento de los pequeños, quienes activamente construyen la acción, narrando una historia afín al juego, a la sencillez, al tesón e incluso al misterio, una de esas historias que no necesitan de un guion que pueda crear una intencionalidad, cuando el autor es un experto a la hora de fabricarla a través de una batería de escenas delicadamente compuestas.
Rompe así Nest en cierta manera con las temáticas predilectas del director. La forma es idéntica, cierto, pero el trasfondo, el resultado, queda acunado con una cercanía que no siempre se puede alcanzar con Pálmason. Sin perder esa obsesión por el detalle, aquí nos encontramos con una cortesía inesperada que parte de unos personajes aparentemente inocentes, ajenos a todos aquellos creados con anterioridad. Podría resultar el cortometraje como un ejercicio de estilo si no fuese porque de la instantánea, el realizador siempre sabe exprimir un significado puro, en ocasiones aterrador, esta vez hermoso. Es en las pequeñas variaciones de una misma imagen donde surge el gran relato, la inesperada afectación de la realidad, la apabullante experiencia marcada por el paso de los días que cambia aunque ni siquiera parpadeemos.