Como ya sucediera con su predecesora, la sinergia que busca El viaje de Ernest y Célestine no responde tanto a la exposición de un guión de resoluciones dramáticas elaboradas como al hecho de generar empatía a través de las divertidas peripecias que viven sus personajes. De ahí que estos expresen sus emociones constantemente mediante gestos y movimientos que rozan el esperpento, y de ahí la apariencia entrañable y dulce que emanan los dibujos. Porque el tipo de historia que Jean-Christophe Roger y Julien Chheng se proponen contar, de tono fabulesco y moralina complaciente, se sirve de la entrañable proximidad que desprenden los simpáticos gestos de dichos protagonistas: por eso la mencionada exposición de emociones deviene uno de sus recursos esenciales. En fin, supongo que el resumen de todo esto es que estamos ante una película mucho más sensorial que cerebral.
La risa afectuosa que provocan los torpes gestos de Ernest y Célestine busca despertar el deseo de una resolución feliz, dotando así la película de ciertas licencias para futuros giros que de otro modo podrían molestar por su previsibilidad. Son las reglas del juego y del espectador depende aceptarlas. En todo caso, la película no engaña: sencillamente, uno puede entrar o no en su dinámica. Y en caso de entrar, resulta casi imposible no dejarse llevar por todas sus virtudes, empezando (tal vez la más obvia) por el nivel de detalle de los escenarios y de los personajes, cuyo dibujo, movimientos y tono de voz describe a la perfección su carácter y rol. También está el tratamiento de la música, con una función que va mucho más allá del mero acompañamiento de las imágenes, llegando a formar parte de la propia narrativa e incluso actuando como hilo conductor, en forma de una pegadiza melodía que salta de la contundente polifonía de una orquesta al discreto canto de un pájaro.
Pero más allá del terreno estético, cabe decir que el hecho de que el guión exija ciertas concesiones no implica que el mismo no tenga contenido. Dicho de otro modo, la decisión de Roger y Chheng de servirse de ciertos tópicos no les impide desplegar reflexiones interesantes. Como por ejemplo, la clara alegoría a las dictaduras que plantean a través de la prohibición de la música: los guionistas Guillaume Mautalent y Sebastien Oursel no se conforman con presentar un escenario en dónde la escucha o producción musical son castigadas, sino que imaginan un tipo de control mucho más cínico y, en realidad, perverso: en el país natal de Ernest, los conciertos son perfectamente bien recibidos… siempre que los músicos se limiten a tocar una sola nota. A partir de esta idea, los guionistas proponen un montón de inspiradas ocurrencias, como el simbolismo del canto de los pájaros o la aparición de un aventurero fugitivo llamado Mifasol, que se atreve a desafiar las autoridades con su temible saxofón.
Otro detalle interesante de la propuesta es la responsabilidad que recae sobre Ernest cuando el mismo se ve obligado a escoger entre su libertad o la de toda una sociedad. Es un planteamiento que enlaza con el discurso activista de los guionistas en varios aspectos: por una parte, estos nos recuerdan que abstenerse de tomar partido no nos salva de la opresión; por otra, también se preguntan cuan legítima es la libertad de una sociedad cuando la misma depende de la sumisión de una persona. Estas propuestas, de una profundidad relativa y planteadas de forma sencilla, dotan el producto de humanidad, al tiempo que contribuyen al interesante dibujo de los protagonistas. Así, El viaje de Ernest y Célestine se cierra como una idea entrañable y entretenida que, sin ser ninguna obra maestra, posee una preciada (y a día de hoy, casi milagrosa) virtud: la de saber contar una historia competente y llena de acontecimientos que dure menos de ochenta minutos.