Al afrontar un film como El devorador del océano surge una disyuntiva de lo más particular: y es que siendo obvio que estamos ante un más que posible ‹exploit› del imborrable legado del Tiburón de Steven Spielberg, existe un (llamémosle así) extraño equilibrio entre lo que se supone que debería primar, que no es otra cosa que un “espectáculo” para los seguidores de este tipo de productos, y el barniz de un film que sin embargo parece tener aspiraciones, si bien no distintas —al final no olvidemos que nos encontramos ante una serie B, hecho al que quizá no apele tanto su espíritu, pero sí lo hace un libreto que bucea entre géneros y referentes entregándose a un desvarío que quizá no se materializa por el tono y el temple con que su autor sustenta la propuesta—, cuanto menos un tanto disuasorias de lo que vendría a ser aquello que cualquiera podría esperar de un film italiano de género de los años 80 —habiendo pasado ya su auge en los 60-70, aunque aún estarían por llegar títulos como la mítica Demons, del firmante del film que nos ocupa—.
Porque puede que en la base encontremos algunos de los elementos más representativos de ese cine en El devorador del océano: desde una banda sonora en ocasiones de corte clásico, pero también deudora de las partituras de los títulos más característicos del género —obra de Fabio Frizzi, autor de algunas de las BSO de los trabajos más laureados de Fulci—, a ese erotismo latente e inconfundible —aquí diluido en escenas de menor relevancia y quizá más accesorias— y un aroma a la serie B más pura refrendado en especial por los cuidados efectos artesanales —las veces generando escenas notables, otras buscando ser simplemente prácticos—. Pero, como decía, lejos de esos elementos, la cinta de la que hablamos se articula en torno a una construcción atípica: los ataques del depredador —cuyo origen se nos irá descubriendo poco a poco y con tino, más allá de algún que otro giro que se anticipa con facilidad— son contados y en su mayoría no están acompañados de secuencias para el disfrute de cualquier amante de las películas con bicho asesino —aunque las que Bava decide introducir, elevan de forma indudable el listón—, y la trama se dirime entre investigaciones e interrogatorios de qué es exactamente lo que procede de las profundidades del oceano.
En ese sentido, y si bien Bava parece querer desmontar la estructura arquetípica de lo que sería cualquier película de ataques de animales —o ‹monster movie› en su defecto, a la que a su manera podría aspirar El devorador del océano si no fuese por sus más que evidentes limitaciones—, lo cierto es que en el que sería su cuarto largometraje en solitario, el cineasta italiano demuestra saber llevar los encajes narrativos con un talante incontestable: no hay momento para la apatía, la información es administrada perfectamente, y el autor de Macabro encauza un adictivo relato en el que poco importa cuál es la conclusión acerca de la procedencia de esa temible bestia marina; más bien todo queda urdido como un pretexto desde el que aportar detalles —y, sobre todo, matizar ese tono del que hablaba— y poder constituir un estimable ejercicio que bien podría ser el preludio de films como Deep Rising —aunque sin esa vena de serie B tan desenfrenada que poseía el film de Sommers—, y que supone el irrefutable germen del Sharktopus producido por Roger Corman y dirigido por Declan O’Brien hará ya algo más de 10 años.
Es, por tanto, un visionado singular de afrontar esta El devorador del océano: no tanto porque se sumerja en terrenos que con facilidad podrían ser pantanosos, ni porque no tenga toda la “miga” —entiéndase como esos esperados instantes sanguinarios que todo film de escualos que se precie contiene— que se deduciría del ‹exploit› que se supone que es, sino por fijar sus miras en un terreno colindante donde incluso hay espacio para discursivas dispares —ese conato de eco-terror en las motivaciones del villano, sus desvíos en torno a un thriller tan obvio como funcional, el eterno debate entre ciencia y destrucción, etc.—, y además encontramos lugar para secuencias tan destacables como el ataque al Seaquarium, el barco en el que navegan los protagonistas. Todo ello bajo la apariencia de una producción modesta que conoce exactamente cuáles son sus límites, pero además sabe trazar personajes con unos mínimos ofreciendo ciertos matices cómicos —como las respuestas de Sandra a Peter cada vez que este le reprende—, y lejos de algunas justificaciones absurdas —que devienen en escenas casi residuales—, desliza las cualidades necesarias como para hacer de El devorador del océano una pieza más que reivindicable: en su aroma, en sus intenciones, en el mimo con que está construida, esta obra de Lamberto Bava encuentra aquello que tantas coetáneas —en cuanto a género se refiere— ya querrían para sí.
Larga vida a la nueva carne.