El perro del hortelano
Un edificio construido con materiales de muy buena calidad que, sin embargo, termina resultando cutre, feo e inestable por haber sido levantado siguiendo un diseño impreciso e inseguro, así se podría definir Algún día nos lo contaremos todo, cinta dirigida por Emily Atef que compitió en la sección oficial de la pasada edición del Festival de Berlín.
María (Marlene Burow) es una joven que vive en lo que, justo antes de la caída del muro de Berlín, era Alemania Oriental. Debido a la situación precaria de su familia —su madre está en el paro, cerca de la exclusión social, y su padre es un pieza de cuidado, alérgico a pasar pensiones de manutención, que se va a casar de segundas con una veinteañera— se trasladó hace un tiempo a la granja familiar de su novio Johannes (Cedric Eich). Como resultado de la situación política y económica del país, una atmósfera de incertidumbre e inseguridad se cierne sobre su entorno —los profesores no acuden a la escuela, los granjeros y agricultores tienen que adaptar sus modelos de producción, algunas empresas cierran por la devaluación de la moneda— y sobre ella. Así, mientras su pareja sueña con marcharse a la ciudad y matricularse en la escuela de fotografía, María no tiene nada claro cuáles van a ser sus siguientes pasos. El día que se enamore de un granjero de la zona (Felix Kramer), veinte años mayor, se verá obligada, pese a sus reticencias, a tomar decisiones sobre su futuro.
«La noche no quiere venir
para que tú no vengas,
ni yo pueda ir.
Pero yo iré,
aunque un sol de alacranes me coma la sien.
Pero tú vendrás
con la lengua quemada por la lluvia de sal.
El día no quiere venir
para que tú no vengas, ni yo pueda ir.
Pero yo iré
entregando a los sapos mi mordido clavel.
Pero tú vendrás
por las turbias cloacas de la oscuridad.
Ni la noche ni el día quieren venir
para que por ti muera
y tú mueras por mí.»
Estos versos de Lorca describen a la perfección tanto la relación que mantiene la protagonista con el personaje interpretado por Felix Kramer como las sensaciones que transmiten las decisiones que la directora toma con respecto a la propia película. Y es que Emily Atef, al igual que María, tiene un amplio abanico de posibilidades entre las que escoger, un extenso catálogo de opciones por las que decantarse, una decena de caminos por los que optar, cada uno con su correspondiente destino final. Y, aunque sus decisiones no son, ni mucho menos, las peores, tampoco se puede afirmar con contundencia que sean las más acertadas.
La idea de retratar la atmósfera emocional, vaciada de ilusiones y ebria de desasosiego, inestabilidad y desamparo, que imperaba en la RFA tras la caída del muro, de volverla tangible a través del mutismo de sus habitantes, es un diamante en bruto al que no se le llega en ningún momento a sacar todo el partido posible. Durante la primera media hora de metraje, la película parece moverse sonámbula hacia ninguna parte: se presentan distintos temas que no tienen un desarrollo amplio, como la vida que la protagonista lleva en el campo o las dificultades económicas que atraviesa su familia, pero nada parece ser lo suficientemente relevante como para llamar la atención del espectador, contratiempo cuya raíz no es otra que la propia indecisión que siente la realizadora a la hora de establecer la idea concreta alrededor de la cual gira la obra. Y esto no sería un problema si la propuesta fuese diferente, más contemplativa, con un ritmo pausado o una escalada dramática casi nula que obligase al espectador a participar de forma activa en la narración, a excavar con la pupila hasta encontrar el sentido que subyace bajo las imágenes. Pero la realidad es que todas las situaciones se muestran de forma afectada y ninguna llega a calar de verdad. Y así, tras haberse encontrado un par de veces con un granjero de la zona, María inicia una relación con él. Y la directora sólo se centra en los momentos previos al sexo, se detiene en cada caricia, en cada mirada, en cada silencio, muestra con una sensualidad algo desconcertante la dinámica violenta, muy cerca del abuso, que surge entre los personajes, para luego cortar rápidamente cuando están desnudos en la cama —convirtiendo así la cámara en un ojo controlado por el pudor—, cuando discuten en mitad del campo, cuando, ya sea juntos o por separado, reflexionan sobre su relación. Es difícil saber cuál es el criterio que dicta qué escenas merecen ser mostradas con verdadero énfasis, con emoción desbordante, y cuáles deben desfilar por la pantalla hasta arriba de tranquilizantes.
El espectador, por tanto, llega al ecuador de la cinta sin saber realmente cuáles son las intenciones de Emily Atef. Así, hasta que algunos gestos vistos durante la primera mitad confluyen en una escena —el regreso del hijo pródigo— que da sentido a una parte de lo visto hasta el momento. Aparecen entonces en pantalla temas como el dolor que provocan los regímenes totalitarios cuando intentan homogeneizar, a través de la negación de la propia individualidad, a las personas; como la necesidad de retratar el presente para poder recordarlo en el futuro; como la grieta por la que se despeñan todas las personas que son incapaces de adaptarse rápido a los cambios de la sociedad. Y ahí la película levanta el vuelo y varias de las escenas que en la primera mitad parecían inanes adquieren sentido. A pesar de todo, la segunda parte de la cinta vuelve a caer los mismos vicios que la primera: las escenas vacuas —siempre con el granjero presente— se concatenan una detrás de otra, las ideas antes mencionadas caen en el olvido y el dramatismo es esparcido sin ton ni son. Al final, la directora está más interesada en contar el romance de la chica joven con el robusto granjero —que podría haberse planteado como una metáfora del dañino amor que siente María por la Alemania Oriental; de las diferentes posibilidades que ofrece la vida en la ciudad y en el campo— que en desarrollar los temas que, de forma muy inteligente, expone. Ni la historia de amor tiene mucho interés, ni, ya se ha dicho, las ideas adquieren verdadera relevancia. La noche que no viene para que tú no vengas, ni yo pueda ir. El edificio mal diseñado que se construye con materiales de calidad. El perro del hortelano, que ni come, ni deja comer.