Es inevitable establecer paralelismos entre este corto (el segundo trabajo catalogado de Andrés Ramírez Pulido) y La jauría, el debut en el largometraje del director colombiano. Y si en la película nos presentaba un grupo de menores que cumplen condena como mano de obra en la selva, en Damiana, su embrión (realizado en 2017) nos presenta la vida prácticamente monástica que llevan unas chicas jovencísimas, que durante quince minutos trabajan y participan en rigurosas sesiones de terapia. Damiana, la protagonista interpretada por Magaly López, desprende esa aura de la superviviente que no acaba de entender cómo ha llegado a tal emplazamiento perdido de la mano de dios, alejado de la luz y la calidez del hogar. Es más, no solo no sabe por qué está ahí sino que de sus miradas se desprende la certeza del convencimiento de no pertenecer a ese denso y verde escenario carcelario y sectario.
En apenas un cuarto de hora el director es capaz de concentrar tramas que se intuyen y saturar emociones desprolijas, tremendamente humanas y, por lo tanto, fácilmente empáticas. Hay risas y segundos de diversión y cariño, pero también palpamos, constantemente, un dolor punzante que se muestra simbólicamente, por ejemplo, a través de la hoguera; de la presencia de perros (que a caso representa la sumisión) o a partir de planos que permiten vislumbrar los gestos de gravedad, las muecas del horror y las expresiones de tristeza que muestra el grupo de muchachas. No menos sugestivo es la parte en que Damiana consigue contactar con su padre. La escena, destructiva sin necesitar mucho artefacto, logra sonsacar la devastación de un personaje vacío por dentro, que extraña un mundo exterior que ya no le pertenece, que anhela y que piensa recuperar, sin que importe el riesgo que se tenga que asumir por recuperarlo (incluso llegando a la autolesión). Esa desconexión y nostalgia también se repetirá al final del cortometraje, cuando Damiana se postre en el alféizar para admirar el paisaje de una vida que se le antoja lejos e inaccesible. Es curioso porque tan solo las separa una tela mosquitera que, sin embargo, poética y metafóricamente, representan un muro sólido, infranqueable, titánico.
Jaime Barrios, a la fotografía, filma desde la maleza con una cámara escondida, paciente, que permite respirar y suspirar a las protagonistas en un escenario claustrofóbico habitado por planos cargados, barrocos, infestados de espesura, mosquitos y musgo. Hay algo verdaderamente hipnótico y aplastantemente apabullante en todo lo que hace este director que integra esta nueva ola de cine colombiano (que también integran, por ejemplo, Los reyes del mundo de Laura Mora Ortega y Anhell69 de Theo Montoya). Un cine a través del cual la humedad nos empapa y nos provoca una exudación compartida, familiar. En Damiana, como en el resto de títulos del director y de los citados en este texto, se huelen la sangre y una violencia estructural: no solo de forma oral como en el caso que nos ocupa (a través de vejaciones y humillaciones por parte de una voz que encarna la autoridad abstracta e invisible), sino también de una forma explícita y brutal. Damiana plantea un dilema político y existencial, terrible y muy real en estos días: ¿Es preferible vivir en libertad asumiendo toda consecuencia y confiando en el ser humano como individuo autoconsciente y racional, o es más adecuado la mano dura y la intervención de una institución que supervise y controle nuestros movimientos y acciones? En cualquier caso, la jungla también puede ser una honda prisión de máxima seguridad.