El experimento contra la naturaleza viva. Andrés Ramírez Pulido lleva años dándole vueltas a una idea que enfrenta los conceptos de la libertad y el instinto humano a partir de un encierro sin límites físicos. Tras dos cortometrajes que abordan la temática, El Edén y Damiana, consigue darle una forma definitiva en su debut en el largometraje, La jauría.
Sometidos a la basta e inmensurable selva colombiana encontramos a unos jóvenes siguiendo los ritos que un adulto les propone. Todos varones, vestidos de un mismo modo y con sonoros aspavientos parecen otorgar pleitesía a algún Dios local. Lejos de esa aparente, bucólica y a la vez aterradora primera impresión, nos encontramos con una realidad plausible en medio de ninguna parte. La jauría nos enfrenta a una cárcel experimental para adolescentes, donde varios jóvenes, que ellos mismos se describen como delincuentes, ladrones y malnacidos, deben pagar sus delitos a partir de su esfuerzo, llevando aquella idea de picar piedra encadenados a una destartalada mansión que deben ir adecentando.
Mientras intentan cambiar el entorno, uno salvaje alimentándose de la riqueza de otros, vamos conociendo a sus protagonistas, centrando sobre todo nuestra atención en Eliú. Silencioso, observador, siempre dispuesto a agachar la cabeza, emite una energía propia de quien siente que podría haber tenido cualquier otra vida. Como un recién llegado encontramos a “El Mono”, esa persona de su pasado —reciente, como para cualquier adolescente— con quien claramente no se quería cruzar. Con esa misma necesidad de no querer estar ahí, sus medios y su forma de actuar son totalmente opuestos a Eliú, ofreciéndonos una cara y una cruz de un mismo encierro sin vallas electrificadas.
Para encerrar esta idea de reformatorio pleno de libertades encontramos al hombre, cargado de armas y prejuicios, pero también la naturaleza, inhóspita e incontrolable. Gracias a ello a lo largo de la película podemos disfrutar de momentos de gran belleza estilística, desde el entorno y la luz, que confieren una imagen a medio camino entre lo mágico y lo místico, quebrando la realidad que los jóvenes viven. Porque no podemos obviar que, dentro de esta oscura historia ajena a los elementos comunes del cine social, Andrés Ramírez Pulido vuelve sobre los pasos de ese cine que retrata la situación de la población más joven de Colombia, aquella que vive en el medio rural, ausente de recursos, que encuentra en trapicheos y drogas una forma de salir adelante. El director retoma el tema desde la consecuencia, ofreciendo apuntes que nos hablan del destino común de gran parte de estos adolescentes a través de las conversaciones de los aquí presentes, sin perder la oportunidad de demostrar que este desenlace ofrecido nunca es suficiente para cambiar completamente el camino a seguir.
Los ojos de Eliú nunca pierden la tristeza, mientras los de “El Mono” mantienen la desconfianza en su entorno, y quizá sea sintomático ese sentido de inamovilidad en toda la película, aportando un claro mensaje dentro de un espectacular despliegue de ideas que señalan el bucle y no tanto la puerta de salida. La jauría sabe aprovecharse del salvajismo más humano, de las bestias indómitas ancladas al deber y de los catastróficos resultados de la violencia más silenciosa, ajena a la sociedad pese a que la misma esté tan implicada en ella. La esclavitud como forma de vida para unos jóvenes que más allá de la oportunidad de formar parte del experimento, están condenados a someterse a los roles que los poderosos han elegido para ellos. Los ojos de Eliú tienen así más sentido y sus escasas palabras sirven para despertar un desasosiego en nosotros, dentro de unas paradójicas escenas que tan bien combinan ruinas elegantes y sucios operarios serviles a golpe de ver pasear metralletas.