Más allá de los colores explosivos de un cine que en cierto modo se ha interesado por el mundo rural en épocas pretéritas, cuando parecía que el cambio era algo inevitable, donde los movimientos sociales se estructuraban a golpe de guerras, o yendo un poco más atrás, cuando antiguas dinastías gozaban de un pueblo que a la fuerza les rendía pleitesía, nuevas voces han surgido en el cine chino buscando su propio estilo e historias, sin perder de vista su intención de realizar una crítica social.
De este modo hemos conocido a Li Ruijun, quien se ha centrado en la vida rural actual, esa que sobrevive en sus últimos estertores, cuando la población no tiene más remedio que adaptarse, puesto que resistir es una forma bucólica de agonizar en campo abierto. Vistiendo de luz y esfuerzo con su —contrariamente a lo que la tierra ofrece— delicada historia de El regreso de las golondrinas, el director enfatiza ese lugar necesario y a la vez denostado que desprende la ilusión por continuar pese a las adversidades, en una especie de poema visual que se alimenta de unos pocos personajes que florecen en sus propias rutinas. Pero esta es solo la última parada conocida de un viaje que bordea las grandes urbes sin darle más protagonismo que insinuar su papel de verdugo de las tradiciones.
Años antes, Li Ruijun ya experimentó con los caminos hacia los verdes valles llenos de pastos como una idealización de lo vetusto en River Road. Para ello adaptó su historia a un nuevo punto de vista, considerando el protagonismo de dos niños que deben volver a su familia tras terminar el colegio. Con tan sencilla premisa, el director pone de manifiesto todas sus preocupaciones a partir de un lenguaje sosegado y contemplativo, donde, aunque parezca estar siempre contando una misma historia, sabe marcar un mensaje cristalino, dejando claro que la evolución del país actualmente pasa por la desaparición de una forma de vida, como ya ha ocurrido a lo largo de la historia —aquí lo asemeja a los clanes Yugur—, decidiendo que el sector rural que provee alimento a las grandes urbes forma parte de una subsistencia inferior y por tanto erradicable. Un mensaje tan certero no pasa desapercibido en esta narración pasiva y calmada, no exenta por ello de drama y sufrimiento, pero que sabe aprovechar el escenario siempre anclado en la naturaleza y la minimización de recursos para enarbolar sus conceptos sin rebuscados diálogos ni bruscos giros en la narración.
En cuanto a lo idóneo de confiar en dos niños, quizá es su ausente inocencia lo que sabe mantener con firmeza el relato, una inocencia que siempre queda corrupta en el mundo rural cuando el trabajo y la pobreza van de la mano, pero que no se pierde del todo, ya que Li Ruijun sabe incrustar ensoñaciones propias del realismo mágico en los ojos de uno de sus pequeños, que se entrometen en un aspecto áspero que en ocasiones se asemeja al documental. Del mismo modo, no supone un problema mostrar los recelos familiares en una cultura donde es tan importante el orden de nacimiento en una familia y los privilegios y deberes a los que se enfrentan los descendientes desde su gestación. Aquí Bartel (el mayor) y Adikeer (el más joven) tienen ideas totalmente contrarias de cuál es su lugar en la familia, siendo que uno fue criado por los abuelos, que abogan por la resistencia del pastoreo y otro por los padres, que intentan sobrevivir en el medio, y no han podido sentir ninguno que tuviese más privilegios que el otro, algo que nos habla de cualquier rencilla entre hermanos del mismo modo que lo hace de la estructuración familiar que nunca termina de evolucionar en entornos como los que presenciamos.
Li Ruijun, aunque sea un director joven, lleva años perfeccionando su propio lenguaje y podemos encontrar detalles que repite en su cine como una forma de demostrar que todas sus historias son parejas y quedan hermanadas por los estímulos más sencillos, como la campana del camello de Adikeer, que sonaba exactamente igual que la del burro de la pareja de El regreso de las golondrinas, la necesidad de ofrecer la libertad a sus animales como un modo de pago a su incansable trabajo que tiene un efecto contrario al obligar a sus protagonistas a formar parte de una ciudad, o la forma en que enfatiza su mirada cuando se tropieza con lugares anteriormente habitados, donde la vida fluía alrededor de sus campos y recolectas y que ahora son simples fantasmas que se alimentan del olvido. Sencillo y pausado, su mensaje es claro y en cierto modo invita a conectar con personajes que podrían resultar atemporales, pese a estar hablando de un ahora que apenas se distingue por los fondos que les rodean, los cuales les obligan a unirse a la novedad o seguir formando parte de ese anunciado olvido, en esta ocasión buscando un camino que debería estar marcado por la afluencia de un río ahora seco, premonitorio.