La noche contempla el último aliento de uno de los lugareños del pueblo en el que se desarrolla Wet Sand, que a su vez es el nombre del bar de otro de los locales, Amnon, quien vive junto a su hija Fleshka. Esa noche, Eliko abandona su vida en aparente soledad. Sin familia, sin (a priori) vecinos que le tengan en consideración y supuestamente aquejado de una enfermedad. No obstante, la soledad que retrata Elene Naveriani en su segundo largometraje no lo es tanto en la acepción que marca su definición intrínseca; hablamos de la soledad desde el desamparo de no poder expresar determinados sentimientos debido a la pérdida oblicua de una libertad que termina donde empieza la de quien huye de cualquier atisbo de tolerancia.
No obstante, la cineasta georgiana presenta a través de su film un recorrido sinuoso mediante el cual exponer temáticas de lo más pertinentes: y es que apenas un apunte sirve, en sus primeros minutos, para comprender el espacio en el que se podría mover Wet Sand. Una sospecha que el mismo film irá confirmando con el paso de los minutos a través de la asunción de relaciones que se entretejerán en el marco fijado.
Más allá, pues, de una confrontación tan fácilmente perceptible como desposeída de toda su dimensión dramática, que halla en el epicentro de la misma a Fleshka, esa joven temerosa de no ir a salir nunca del pueblo donde convive con su padre, además de a Moe, una muchacha urbanita que acudirá a despedir a su padre, Eliko, con quien apenas conservaba relación, Naveriani diluye su foco y, siendo patente esa idea, dispone apuntes desde los que ir otorgando forma al núcleo de un relato que irá descubriendo paulatinamente su esencia.
Si bien con Wet Sand nos hallamos ante un film dispuesto a denunciar determinados aspectos de una sociedad desconocida para nosotros —aunque fácilmente extrapolable, por desgracia, a contextos no tan lejanos—, la cineasta no carga sin embargo las tintas en el sentido discursivo, y es que la gran virtud que posee su segundo largometraje tras las cámaras es un humanismo que huye de retóricas exacerbadas y, ante todo, mira con sensibilidad a sus personajes, hecho que se deduce de un último acto que podría derivar con facilidad a terrenos colindantes —como ese thriller rural que parece ir a disponer en cierta secuencia—, pero la realizadora resuelve con aplomo, virando en torno aspectos afectivos que terminan otorgando al film una forma mucho más determinante.
Puesto que, al fin y al cabo, es en la manera en cómo concibe Naveriani su penúltimo largometraje —tras estrenar Blackbird Blackbird Blackberry en Cannes recientemente— reside su verdadero valor añadido, acogiendo en esa serie de planos en off de zonas sin aparente importancia del pueblo donde se desarrolla la acción algo más que un formalismo, también un modo de dotar de la importancia necesaria a unos espacios que quizá no tengan cabida ante según que miradas, pero la cineasta no relativiza en ningún momento, pero tampoco empapa de una nostalgia postiza que, si bien se desliza en el relato de tanto en tanto (aunque sin artificios), no delimita sus posibilidades ni las restringe.
Wet Sand se dispone así como un film donde ante todo se filtra una sensibilidad fuera de toda duda, capaz de hacer confluir tanto espacios físicos como afectivos respondiendo a la necesidad de realizar algo más que un alegato, y componiendo un mosaico donde se respira una humanidad que se aleja de cualquier conflicto habido y por haber, y que concreta su esencia en una conclusión que, por cinematográfica que pueda llegar a parecer, no podría obtener un punto final más pertinente.
Larga vida a la nueva carne.