En un momento histórico en el que multimillonarios, hereda-empresas y personas de edad provecta con peinados estrafalarios defienden mochilas austriacas y sistemas donde apenas exista el Estado, porque el pobre es pobre porque quiere, porque el empresario es el que de verdad arriesga siempre o porque consideran que la seguridad es puro despilfarro y una oportunidad para romper algunas reglas, puede que la realidad les implosione en un momento dado de su vida y espabilen (los que vivan). Sin embargo, este final no suele ser habitual, porque conceptos como la justicia divina o el karma, de uso frecuente en nuestro vocabulario y nuestros deseos, no funcionan muy a menudo, por más fuerte que se sueñen nuestros sueños. La esperanza es lo último que se pierde, dicen, y la lucha sigue, también. Por eso, frente al aumento del discurso emprendedor y acaparador resisten, todavía y como siempre, al individualismo, otros conceptos como el de justicia social o el de amparo, aunque tengamos la sensación de que cada vez en menor medida.
Quizás sin pretensión alguna de combatir discursos de odio ni pensamientos individualistas, Aisha, la última película de Frank Berry está tan llena de ternura, delicadeza y amabilidad que, a su manera, pone el foco en la necesidad de regresar a la empatía, un término más desgastado que aplicado últimamente, pero de cuya sensibilidad pueden desprenderse algunas de las muestras más cercanas a la fe en el ser humano que podemos permitirnos, quién sabe si en el futuro también en las instituciones. Porque en Aisha hay injusticia y también aparecen personajes despreciables, pero todo es comedido a la par que realista. Nadie llega al nivel de Louise Fletcher como la enfermera Ratched en Alguien voló sobre el nido del cuco, ni tampoco hay un exceso de maniqueísmo, a pesar de lo claro que es el bien respecto al mal. De hecho, esta película de ficción funciona casi como un docudrama, algo que ya se deja entrever desde su mensaje inicial, donde se avisa de que en el rodaje de la película han participado personas que están o han estado en la misma posición que la protagonista (Letitia Wright), una joven nigeriana en busca asilo internacional en Irlanda. Durante su periplo por el sistema de inmigración irlandés, Aisha conoce a Conor (Josh O’Connor), un ex-presidiario y ex-adicto con el que entabla una amistad que es limitada por sus propias circunstancias, las que construyen un mundo de necesidades que requieren de mucha más atención que la amistad, y que sin embargo a menudo están supeditadas a la existencia de esta para afrontar decepciones, quebrantos o el dolor.
Y, con todo, en Aisha lo que más destaca es el convincente retrato que hace de la experiencia del migrante en su encrucijada con la burocracia y las normas limitadoras de derechos para el extranjero, que carece de independencia, que no tiene intimidad y que vive en el día a día por obligación, pudiendo ser reubicada con frecuencia, a pesar de su “integración” en la sociedad, entendida esta como lo que piden los energúmenos que están a favor del abuso a los demás y del punitivismo. Letitia Wright, aquí, construye una actuación muy poderosa, a pesar de lo discreta y silenciosa que es. Vemos dolor, ansiedad e ira, pero sobre todo vemos el punto de vista de Aisha, de la preservación de un sentido de sí misma y de dignidad, también de supervivencia, y de esta manera nuestra comprensión de lo que sucede a su alrededor nunca es completa, pero sí veraz.
En un momento histórico en el que la presencia del “malismo”, el ego desmedido y el desprecio en muchos discursos es cada vez mayor, se agradece ver una película sencilla que habla de lo opuesto a lo que parece estar ganando últimamente entre nosotros, esa espantosa distinción entre ellos y nosotros, siendo nosotros, para muchos, la figura de seres humanos que nada tienen que ver con lo que son ellos realmente, y dejando en el ellos a personas deshumanizadas, pero más cercanas a nosotros en la realidad y que, por razones normalmente dramáticas y de diversa índole —desastres naturales, calentamiento global, guerras, situaciones políticas inestables derivadas del imperialismo, etc.— acaban en un mar que es una tumba en busca de una vida algo mejor. Y sorprende, lo de que este discurso esté siendo cada vez más extendido, porque venimos de una pandemia que ha demostrado, a través de instituciones públicas que primaron la salud por encima de la economía, y a través del esfuerzo de muchos trabajadores esenciales que estuvieron dando la cara cada día, de lo colectivo en definitiva, que el “buenismo” fue clave para que el drama no fuese aún peor. Porque, si todos fuésemos únicamente a nuestra bola, nadie podría ir a su bola nunca, por decirlo finamente.
Creo que la película desarrolla muy bien lo cínico del sistema que, si bien por un lado instaura mecanismos de protección, al mismo tiempo exige (a la solicitante de asilo) una «actuación» de su «historia», una reproducción ideal del papel de víctima, quien debe «mostrar» el dolor pasado pero reprimir sus emociones actuales en el marco de una «integración» con características «carcelarias».