La caseta mágica es una curiosísima incursión en el largometraje, que mezcla animación y acción real, por parte de los veteranos animadores Chuck Jones, Abe Levitow y Dave Monahan. Su guion está inspirado en la novela infantil La cabina mágica, del estadounidense Norton Juster, que trata de un niño aburrido y desmotivado, Milo, que viaja a través de una misteriosa cabina de peaje a un universo mágico paralelo, en el que le será encargada la misión de rescatar a las princesas de la Rima y la Razón, las únicas capaces de resolver un cisma entre Dictionópolis, el reino de las palabras, y Digitópolis, el reino de los números. Bajo esta divertida premisa, Milo explorará un mundo lleno de juegos de palabras, cifras y parábolas educativas, que le devolverán su interés por el aprendizaje.
Con un enfoque claramente dirigido a promover valores educativos y motivacionales en los niños, La caseta mágica es una película que no oculta en ningún momento ni su espíritu e ingenuidad infantil ni sus pretensiones morales. En este sentido, y aunque es una obra disfrutable en cualquier caso, sus intenciones van tan de frente que la capacidad que tiene de sorprender depende mucho más del despliegue de imaginación en sus excéntricos diseños y mundos animados que de una narrativa que se siente muy telegrafiada. Y es que no estamos ante una obra que implique, en mi opinión, con la eficacia de otros cuentos, las expectativas de sus jóvenes espectadores; sino que se siente enteramente como una lección, un mensaje presentado de forma divertida y amena.
Es por ello que, entendiendo el por qué de esta estrategia narrativa, paradójicamente es la acción real lo que me resulta más estimulante, no tanto a nivel de imaginería visual como de implicación emocional. Creo que Milo es un muy interesante retrato de un niño de su edad y la interpretación medio indiferente y desapasionada de Butch Patrick es para mí un acierto, en particular por lo cómicamente desajustado de sus reacciones a las cosas extrañas que le ocurren. Toda la parte animada, que ocupa la práctica totalidad de la cinta, es una demostración de pericia, fluidez e imaginación en los diseños; pero es, al fin y al cabo, una historia en la que todos los pasos están señalados de antemano, porque lo importante no es lo que se cuenta, sino qué se extrae de ello. Por este motivo, sus personajes son curiosos pero no memorables, sus diálogos agudos pero no emotivos, y cuando surge algún problema, no hay una sensación de riesgo real.
Esto, para mí, no es necesariamente un fallo. Pero es una constatación de que estoy viendo algo que no es del todo para mí, y por ello, que dentro de la admiración que me genera sobre todo a nivel de su técnica asombrosa, y de la fascinación genuina que evoca esa mezcla de animación fantástica y realidad cotidiana —un contraste tan viejo como el medio, y al que se regresa de manera recurrente—, el resultado se mantiene en una modesta y lúdica distracción, que no molesta y no me parece malo en absoluto, pero que está lejos no ya de pillarme en la época indicada, sino de apelar de una forma contundente a las sensaciones de aquella. Un ejemplo para mí paradigmático de este “problema” son las canciones: lo que al principio es un recurso hermoso y evocador, que de hecho me tenía completamente vendido en la primera parte de la cinta, se convierte a medida que avanza el metraje en una recurrencia mecánica, lejos ya de resultar emotivo o siquiera de pretenderlo; y que se inserta en la lógica puramente didáctica de la misma, más preocupada de enseñar y de dejar un mensaje útil y constructivo para su público que de hacer sentir.