Si en la cinematografía española a alguien se le puede colgar la etiqueta de «maldito», la dirección apunta claramente a Eloy de la Iglesia. El principal estandarte del cine kinki cimentó una carrera durante los años 70 y 80 con unas obras de amplio calado transgresor y provocador, que no pudo evitar el dedo acusador de una amplia mayoría que no quisieron y/o pudieron valorar por encima del tosco aspecto y la inherente ausencia de concesiones de sus películas. Su filmografía abarca principalmente el drama social, con algún que otro ‹affaire› con el cine de terror. Siempre bajo el prisma de una preciosista simbiosis entre la superficie áspera de su formalidad y la profunda representación realista de esa porción marginal de la sociedad española, siendo esto último algo que provocó un vapuleo al cineasta por parte de esa crítica que no pudo ver más allá de la evidente transgresión de su obra.
Pero antes de que De La Iglesia llevase al extremo las particularidades de su cine en ese periplo por la dramatización del mundo de la droga y la delincuencia de nuestras fronteras (a través de obras clave de su filmografía como Navajeros, Colegas o El pico) es en la década de los 70 donde ofrece una película de terror bastante alejada de los cánones que el fantástico patrio estaría desarrollando por entonces, La semana del asesino. En ella, considerada a día de hoy una de sus películas más destacables, se muestra el personalísimo gusto del director para la narración y puesta en escena, así como por lo directo de su discurso en aquel 1973 donde el régimen franquista y la censura daban aún sus últimos coletazos. De hecho la película que nos ocupa ha pasado a la historia como una de las películas más censuradas de nuestro país.
La Semana del Asesino relata la historia de Marcos (un excepcional Vicente Parra) que ve como su vida da un giro de 180 grados al convertirse en un sanguinario ‹psychokiller› debido a las arbitrarias circunstancias que se dan en su trayecto. La película funciona a la perfección como una introducción a muchas de las claves que nos permitirán entender en un futuro el cine de De la Iglesia, dentro de su envenenado aspecto de thriller macabro e hispánico, donde el director desarrolla una historia tristísima echando mano para ello de un fabuloso uso de la localización de la Sierra Madrileña (perfectamente fotografiada por Raúl Artigot) sin renunciar a la estética formal (no así en la sequedad de su discurso) de aquel cine de género en auge en España que hoy en día es conocido como el Fantaterror español.
La película se apoya para su desarrollo en una atmósfera opresiva y angustiosa fundamentada en pequeños y sutiles detalles. Ligeros apuntes que funcionan como un reloj como escenario para describir la locura y psicopatía del protagonista, un Vicente Parra que construye su personaje en el ámbito de una locura interior desatada y sin viaje de vuelta. Un thriller de suspense cortante y de tristísima violencia moral (mucho más abrupta, dentro de su trasfondo, que la violencia nacida a través de sus coqueteos con el ‹splatter›) que se adentra en la psique del espectador de una manera tan políticamente incorrecta, dentro de esa dramatización de lo marginal en una evolutiva pluralidad social que además de servir como perfecto envoltorio para la película sería algo en lo que el director reincidiría repetidamente en futuros trabajos.
La semana del asesino es una mirada al interior, con un carácter afligido y apesadumbrado, de un hombre dañado por la evolución de lo exterior y lo rutinario de los actos, algo que harán emerger una personalidad extrema y macabra que despierta como una bestia dentro de la psique del individuo. La sequedad y lo castizo de la propuesta dan a la película un aura tremendamente personal, permitiendo la evolución de la trama en unos derroteros formales bastante alejados del aura terrorífica y depresiva del conjunto dentro de una serie de aciertos de dirección que sirven para alzar los aciertos de sus recursos narrativos. Transgresora, opresiva y atrevida en la insinuación de una supuesta relación homosexual más obvia de lo que a primera instancia parece, la película sirve como perfecta muestra de las intenciones valientes y personalísimas de un cineasta al que confiemos que el paso de los años ponga su lugar. O al menos, que se proporcione una reivindicación a alguien que ha apostado por la libertad de discurso dentro de unos creativos manierismos carentes de cualquier tipo de estampa convencional.