«No elegí nacer
Nunca me lo preguntaron
Fui arrojado al mundo»
Con ese breve pero certero extracto de una voz en off que a partir de ese instante será casi omnipresente arranca Anhell69 haciendo brotar una desesperanza patente en torno a Medellín, esa ciudad de la que no parece haber escape posible, donde no se puede ver el horizonte.
Un coche fúnebre conducido por un personaje cuya identidad se nos descubrirá más adelante, y cuya presencia alude a un cine de no pertenencia, avanza por las calles de la capital colombiana en un viaje que se mueve en el terreno de la fantasmagoría acompañada posteriormente por una ficción que entronca con la realidad de sus personajes, esos seres desamparados que en el plano tangible arrojan una mirada desalentadora aunque reflexiva, pero en el terreno imaginado huyen como sombras en la noche ante la presencia de una autoridad amenazante.
No obstante, lejos de lo que pudiera parecer, de esas palabras que, en ocasiones, Theo Montoya sustrae de una serie de testimonios que en realidad no constituían sino un casting para su largometraje, Anhell69 en ningún momento imbuye su representación en esa miseria que se desliza de los recovecos de un relato ligado estrechamente a la muerte y la violencia; y es que si el mismo cineasta, tras contextualizar su realidad —con esas imágenes de archivo y ese comentario a pie de página sobre la firma del acuerdo de paz con las FARC—, reconoce no saber qué puede ser del futuro de una nación que nunca conoció la paz, esa retahíla de testimonios parecen contener una respuesta, si bien desesperanzadora, cuanto menos consecuente con aquello que les atañe, incluso ante una vinculación con la propia muerte un tanto particular.
Anhell69 reconoce sus referentes en un cine a través del que identificar algo más que una naturaleza propia, asimismo un contexto desde el que definirla y poder comprender sus pulsiones, pero se aleja de ellos conduciendo su mirada desde un esteticismo que rompe esa suciedad y aspereza que manifestaban los fotogramas de las obras de sus antecesores. No obstante, y más que seguir una línea que vienen marcando coetáneos suyos como Ciro Guerra en sus últimas películas o Laura Mora en la reciente Los reyes del mundo, Montoya buscar subvertir una forma cuyas reflexiones se antojan más introspectivas y, por ende, desplazan tanto esa violencia como la dureza que parecen contener las palabras de todos y cada uno de sus testimonios, antaño furia expresada mediante unas imágenes que el cineasta contempla desde una perspectiva muy distinta.
La violencia, que él mismo admite que transmitía ese cine desnudo y furibundo, desprovisto de la pausa que sí poseen esos ‹travellings› realizados por la cámara de Montoya, obtiene su reflejo en cada respuesta, en cada consideración que no es sino una herida: esa herida por cada muerto, familiar o amigo, y por toda una generación criada entre mujeres ante la ausencia paterna.
Anhell69 construye, desde su faceta de docuficción, una realidad alterna, esa donde los tintes distópicos tiñen cada estampa de la Medellín imaginada por su director, pero contemplan del mismo modo el estado de una nación desolada, ya no por el aspecto de sus cimientos, de la fisicidad que la comprende —presentada por Montoya en los ‹travellings› aéreos que surcan una ciudad alejada de la imagen que acostumbramos a percibir de ella—, sino por un pensamiento imbuido en una existencia tan cruenta y devastadora que sólo podría encontrar, en un último y oportuno gesto, el espacio adecuado en esas palabras desde las que levantar una suerte de construcción no física, de no lugar en el que poder convivir ante la imposibilidad de, en efecto, encontrar un punto en el horizonte desde el que poder emprender una huida de esa Medellín que ni siquiera requiere estampas que recojan esa muerte y violencia para exteriorizar un desaliento capaz de remover a cualquiera.
Larga vida a la nueva carne.