En uno de los últimos planos deslizados en ese prólogo imbuido por una irrealidad patente, nos encontramos ante un granero de cuya puerta abierta brota un haz de luz cada vez más intenso, como si se nos abriera la entrada a un universo desconocido que en realidad no es tal. A fin de cuentas lo que propone Pablo Lago Dantas en su debut tras las cámaras es una vuelta sobre los pasos propios, sobre una memoria a la que en ningún momento se apela desde la nostalgia, sino desde una mirada introspectiva, donde la sensación de un tiempo suspendido no es otra que la forma de comprender, más que de poner en contraste, una realidad que se nos parece escurrir de las manos pero que se encuentra con ese deseo por volver al hogar.
Es, de hecho, ese mismo prólogo a través de una voz en off que acompaña unas imágenes de carácter onírico, donde se pueden avistar de algún modo los motivos de O auto das ánimas. Un film que, lejos de contraponer, mira dos mundos completamente distintos, y lo hace desde el preciso momento en que la cámara se desplaza entre los lugareños de esa aldea y nos descubre todo aquello que parece pertenecer a otra era, pero que es, sin embargo, una manera de establecer la propia identidad. Una identidad que no viene solo dotada por la percepción de lo tangible, de aquello que nos define a través del símbolo, sino mediante un sentido que en ocasiones va más allá de lo puramente material y arraiga en una espiritualidad urdida a través de algunos de los ritos que se irán dando lugar en ese particular contexto donde existe una extraña relación acerca de hacia dónde se dirige todo ello y el intento por mantener un legado esencial.
Así, la aparición de los aguardienteros y lo que se derivará de ese particular proceso y posterior ceremonia, arrojan las claves sobre la importancia más que de lo familiar, de lo colectivo, de aquello que realza el significado de la palabra compartir, y que por otro lado establece un telúrico velo sobre esa estrecha relación que sostienen sus gentes con la muerte; y es que, al fin y al cabo lo que el cineasta gallego propone va más allá del regreso a un vínculo familiar, a esa correspondencia imborrable por más que las distintas circunstancias de la vida nos puedan separar de ella, también en torno al nexo que hace confluir ese acto en un terreno que se extingue, que parece estar dando sus últimos coletazos ante la evolución de un mundo para el que ya no se asemeja que haya rincones desde los que continuar perpetuando una tradición que se aleja del uso de un mero vocablo.
Destaca por ello, ante todo, la construcción formal realizada por el realizador, tan hábil para exponer de modo frontal un testimonio ineludible sobre el que pivota el film y que confiere sentido además de a su tesis y al modo de interpelar ese microcosmos, como para disponer atmósferas que realzan la capacidad de sugestión de O auto das ánimas, otorgando un motivo que no se establece únicamente desde lo visual, y que dota del relieve necesario a una obra donde incluso el contraste entre el cementerio del pueblo y una de esas edificaciones modernas en forma de puente tienden algo más que un encuentro evidente, siendo parte de un curso que hay que atreverse a confrontar, y que parece revelar en el cine de Pablo Lago Dantas el camino adecuado para ello.
Larga vida a la nueva carne.