Por paradójico que pueda parecer, tanto la experimentación que ha ido padeciendo el lenguaje cinematográfico a raíz de un cine cada vez más embebido en la post-modernidad, así como los condicionantes de una época donde los premios parecen tener más valor que nunca debido a las dinámicas de mercado, derivando en una profusión de metraje exigida en cierto modo por esos estándares, los modelos de producción cada vez están más lejos de un clasicismo en el que en su época dorada se encontraban esos ejercicios narrados con mano firme, nervio, que apenas daban tregua al espectador condensando así las virtudes de un lenguaje capaz de aglutinar en apenas 90 minutos relatos cuya síntesis no les eximía de cierta complejidad o profundidad.
Walter Hill, probablemente uno de los últimos hijos de ese tiempo, regresa con El cazador de recompensas (o el magnífico Dead for a Dollar de su original), y lo hace exponiendo de nuevo los avatares de un tiempo que no por pasado se antoja menos preciado. Ello viene acompañado por un cine donde un diálogo o una simple elipsis no son menos valiosas que ese silencio con el que nos hemos acostumbrado a cohabitar en los últimos tiempos; de hecho, el autor de Driver demuestra que, cualquier herramienta, empleada con la intencionalidad adecuada, posee una importancia mucho mayor de lo que dictan los nuevos tiempos: incluso cualquier tipo de transición por feísta que se pueda asemejar, llámese fundido o cortinilla.
De hecho, en ese sentido El cazador de recompensas tiene claras sus prioridades dirimidas en una predisposición en torno a lo narrativo que quizá precipita su faceta visual a un pronunciado segundo plano. Una decisión atípica en la que el cineasta parece buscar contravenir las derivas de una época donde el poder de la imagen se sobrepone a tantos otros aspectos cuyo carácter nunca se sintió secundario, pero cada vez parecen tener menos notoriedad cuando al fin y al cabo no dejan de ser aquello sobre lo que construir un relato. Esto no significa ni mucho menos que Hill descuide una faceta que siempre ha sido indispensable en el western, pues de sus estampas se destilan esa aridez y aspereza habitual de muchas piezas emplazadas en el oeste medio, pero en esa decisión Hill realiza un gesto conciliador para con una estructura que se antojaba perdida ante tantas nuevas narrativas y formas de abordar un género en su esencia clásico.
Es así como el film dirime su particular incursión en un terreno cada vez más baldío, desechado incluso, avanzando con paso firme entre una construcción de personajes tan sólida como concisa, capaz de dibujar en apenas media secuencia una naturaleza propia indispensable ante un panorama inclemente, donde el más mínimo atisbo de duda podía suponer perder algo más que un duelo. Es en esa construcción, además, donde el cineasta se atreve a introducir apuntes quizá inusuales, pero que marcan la deriva de una obra muy consciente tanto de sus objetivos como de sus limitaciones: puesto que es obvio que Hill desea realizar su propio (y quién sabe si último) homenaje a un género que siempre ha considerado esencial en su obra (de hecho, suele afirmar que en todas sus obras hay algo de western), pero asimismo introducir matices desde los que continuar divisando sus posibilidades sin perder de vista el contexto.
Sea como fuere, el veterano realizador nos entrega un ejercicio que desborda personalidad solo a través de esa economía narrativa que, sin descuidar ni un ápice sus raíces o la marca que en parte deben dejar sus personajes, se alza santo y seña de una crónica que no entiende de atavíos o escenas grandilocuentes, comprendiendo a fin de cuentas el western como un escenario tan severo en el que no caben sino cruentas secuencias henchidas de nervio donde aquello que realmente delimitaba la acción no era sino el sonido de las balas y la asunción de una muerte que, no por menos poética, deja de ser menos significativa.
Larga vida a la nueva carne.