Recurrir a territorios comunes de un género como el que aquí nos ocupa, ese del que toma nombre el debut en la dirección de Alberto Armas Díaz en esta modesta producción, siempre puede resultar un arma de doble filo: por un lado, por la explotación que se ha producido desde que films como El fotógrafo del pánico establecieran sus bases fundacionales y el desgaste que esto ha ido produciendo; y por otro, por la versatilidad que provee un terreno como el del ‹slasher›, siempre cerca de esa mixtura genérica que disponen sus formas y desvíos menos tradicionales.
En ese sentido, Slasher tiene claros unos mecanismos que, aunque en esta ocasión nos transportan a algún lugar de la España profunda, justo en un pueblo en mitad de la nada, prestándose a priori a un ahondamiento en el arquetipo que, dicho sea de paso, su autor no rechaza en ningún momento, cuanto menos provee ideas desde las que juguetear con los estereotipos —esa curiosa génesis del asesino, la sombra de un mito asumido y consentido por sus vecinos…— de un género que precisamente descubre en ese particular contexto el lugar idóneo desde el que invocar con atrevimiento tropos desde los que realizar una mezcla que en ocasiones posee instantes de lo más sugestivos afianzados en sus imágenes.
Como decía, no obstante, el cineasta no evita ni por un solo instante esos tópicos que se encuentran ante todo en una construcción un tanto perezosa de algunos personajes, y es que aunque al fin y al cabo Armas Díaz esté revisitando un campo conocido, su escritura en dicho aspecto adolece de un trazo que pueda suscitar algún interés más que el de terminar desviando la mirada en torno a su personaje central, Julio, ese muchacho que retomará una tradición arcana relevando a su padre, convertido a la postre en una leyenda de la zona por su reconocible periplo.
Puede que, a fin de cuentas, lo que proponga el realizador esté empujado por una premeditación desde la que señalar que, en realidad, lo atrayente del relato se sitúa no precisamente en las víctimas, pero no por ello deja de apropiarse en cierta manera una indiferencia patente cada vez que asistimos a la mera exposición de unos personajes que, por más que hallen apoyo en algún que otro juego visual, no suscitan los alicientes necesarios como para seguir su vaivén con una predisposición que otorgue, de ese modo, una cohesión no tanto necesaria pero sí pertinente al relato.
Slasher intenta, pues, sortear esos defectos con una factura que suple con inventiva —especialmente a través del montaje y de determinados apuntes visuales— la falta de medios y otorga en más de una ocasión un plus desde el que, si bien no revertir, cuanto menos aderezar ciertas carencias; algo que, por otro lado, también consigue el desarrollo de un relato que, a medida que va mostrando todas sus cartas, llega a tejer secuencias ciertamente apreciables, sobre todo en lo que atañe a esa mentada mixtura de géneros, donde la exploración de terrenos como el de la comedia, el thriller rural de tintes más surreales o incluso el western, induce un efecto positivo en el conjunto.
Puede que el debut tras las cámaras de Alberto Armas Díaz resulte imperfecto en determinados aspectos, pero al mismo tiempo sabe encontrar los estímulos suficientes como para que Slasher no devenga otro subproducto carente de la imaginación y brío necesarios que de vez en cuanto requiere el cine de género, armando así una propuesta que quizá no funcione en todo momento y termine estando un tanto descompensada, pero reúne al menos los incentivos adecuados para no desdeñar un viaje cuyos impulsos articulan, a ratos, una propuesta de lo más estimable y repleta de inquietudes.
Larga vida a la nueva carne.