Si por algo se caracteriza el cine de Stephen Frears es por su forma de huir de todo corsé incluso en el modo de abordar una cierta marginalidad, que es la que parecen sostener determinados films a lo largo de su obra, escapando no obstante de los formalismos de un cine social con el que el británico nunca ha parecido sentirse identificado; o, al menos, no del todo. Un hecho que se puede constatar desde títulos tan dispares como Mi hermosa lavandería o Negocios ocultos (terrible traducción del formidable, por la intencionalidad que posee, título original Dirty Little Things), y que incluso se traslada a sus incursiones genéricas, tan alejadas de los tropos o del carácter intrínseco de estas. En ese aspecto, su debut tras las cámaras con Detective sin licencia ya reflejaba una ironía poco frecuente en el ‹noir› (especialmente si tenemos en cuenta que el film data de inicios de los 70) a la que más de una década después (en la que se ausentó de lo cinematográfico para centrar su carrera en el ámbito televisivo) seguiría otra incursión, en este caso en forma de atípico thriller, con La venganza (The Hit), una pieza más cercana a la ‹road movie› embebida por un cierto espíritu existencialista tan extraño como (también) insólitamente usual en el género, donde además realizaba un curioso recorrido por nuestro país a raíz de la huida de un delator a tierra extranjera con tal de no tener que rendir cuentas ante sus ex-compañeros mafiosos, a los que traicionó 10 años atrás. Todo ello acompañado por una banda sonora realizada por Paco de Lucía (y con un prólogo musical de la mano de otro gran guitarrista como Eric Clapton) y de un carácter ciertamente personal en la incursión de esa España (más bien) rural que irá recorriendo el autor de Ábrete de orejas a lo largo del relato.
El modo de disponer la acción en un lugar ajeno a las raíces del protagonista no atañe tanto a motivos argumentales como a un dispositivo desde el que ir otorgando la forma adecuada a un discurso sobre una naturaleza volátil que ha asomado en no pocas ocasiones en el cine de Frears. Y es que tal como sucedía en la citada Negocios ocultos, sus personajes centrales se movían en torno a las constantes de una supervivencia más explícita que nunca. Algo que en La venganza discurre desde un cauce distinto, pero al fin y al cabo dota de la coherencia adecuada al ejercicio construido por el británico. Al fin y al cabo, el thriller se dispone como un pretexto que si bien arma secuencias desde las que definir ese entorno cruento y mudable desde el que conferir un sentido específico al devenir de sus personajes, encuentra incentivos en otros terrenos mucho más sugestivos.
A ello contribuye la ambigüedad que destila en ocasiones la actitud de sus personajes, en especial a través de ese protagónico interpretado por un Terence Stamp que revela en el temple y la frialdad de sus acciones un carácter no siempre fácil de interpretar; frente a él, la aparente apatía de un John Hurt contrarresta el ímpetu del personaje al que da vida un jovencísimo Tim Roth, mientras Laura del Sol (que solo un año antes había co-protagonizado Carmen de Carlos Saura) completa ese atípico mosaico que arroja no pocas posibilidades sobre un artefacto de lo más dúctil.
También cabe destacar como Frears dirime mediante ese trayecto los recovecos de un ambiente casi siempre árido marcado por los parajes sobre los que el británico decide hacer prosperar su crónica, y que acompañados por esas notas de Paco de Lucía aportan una cierta desazón, casi premonitoria, sobre un film tan voluble —y no sólo desde su mixtura genérica, también en torno a la forma de desarrollar y poner el foco sobre el relato— como casi se podría decir que lo es la carrera del propio Frears, capaz de afrontar distintas propuestas del más variado pelaje otorgando mediante su particular labor como artesano una confluencia mucho más patente de lo que a priori podría parecer, que no deja de definir los rasgos de un cine en constante ebullición, siempre con algo que ofrecer.
Larga vida a la nueva carne.