Históricamente ser hombre no se limita a una funcionalidad biológica sino que incluye en su definición una serie de arquetipos que tienen su origen más allá de la necesidad diferenciadora de lo femenino, obedeciendo a un proceso histórico de estructuración de las sociedades a conveniencia de las diferentes realidades materiales, y esto es algo que se sugiere de entrada en la película que nos compete, pues aquí no es solo el discurso de género, también es “la calle” la que forja el rol del varón.
Nuestro hombre en este caso será el pequeño Carlos, un chico joven y solitario proveniente de los barrios del sur de Bogotá, el cual actualmente vive en un internado que más bien parece una cárcel, llena de hombres sucios y sudorosos que conviven violentamente. Carlos es un personaje en proceso de construcción de una visión ideal de masculinidad, pero no ideal en un sentido romántico burgués; por contra, el ideal con el cual se forja es propio de una masculinidad primitiva, antecesora al patriarcado, en la que la frontera entre los hombres y las bestias no había sido trazada y en la que la que la violencia asesina era un símbolo fundamental de estatus para mantener el respeto y la seguridad tanto personal como de los seres cercanos y amados.
En cuanto a la apuesta estética resalta una Bogotá marginal, llena de edificios derruidos, amenazados por una flora verde que invade y agrieta las frágiles estructuras de una ciudad gris, heredera de su cielo, fría y hostil. Por parte del elenco es evidente que desde el casting se apuesta por actores no profesionales dado que sus texturas están marcadas por las huellas de una vida caracterizada por el hambre, las drogas y la impiedad de los trabajos físicos precarizados. A pesar de su inexperiencia, la mayoría de personajes hacen un buen trabajo al manejar una gama de emociones verosímiles y consecuentes con los roles o estereotipos que representan.
Lo problemático está en cómo llueve sobre mojado, pues si bien el enfoque sobre la masculinidad surge como un intento de obtener un punto de vista novedoso, no va más allá de lo que ya estaba presente en una gran cantidad de dramas sobre la marginalidad latinoamericana —desde Pixote, pasando por el cine de Victor Gaviria hasta La jauría—, puesto que la personalidad del hombre joven en tales espacios ya se ha definido como un producto del maltrato, la intolerancia y las condiciones económicas precarizadas y excluyentes. Estas obligan a buena parte de la población de las ciudades a escoger entre la indignidad de trabajos en los que se normaliza el maltrato tanto físico como psicológico u optar por una vida de delincuencia en la cual se pueden concretar de manera irregular grandes sumas de dinero (mientras se cosecha un sentimiento de poder y de revancha frente a una sociedad que premia la villanía siempre que venga desde las altas esferas). Pero de nuevo esto ya ha sido expuesto hasta la saciedad, por lo que la cinta termina por ser un repaso de arquetipos de barrios bajos en el que se echa en falta una propuesta más arriesgada, capaz de desvelar una incógnita aún presente, plantear soluciones u orientaciones o, por lo menos, innovar en cuanto a la estética o la narrativa.
A pesar de esto Un varón es un drama decente que cumple su función concienciadora, en especial para quienes son ajenos a este tipo de historias o sociedades, y que ayuda a mantener un debate relevante que aún busca solución, pues como se puede deducir tras el final de la película, el llanto solitario solo refleja la fragilidad de un hombre que entre sus manos apenas tiene opciones.