La mala familia, el documental dirigido por Nacho A. Villar y Luis Rojo (del colectivo fílmico BRBR), sigue a lo largo de un día a un grupo de amigos que, tras un juicio que afecta a varios de ellos, se reúne para festejar el permiso penitenciario de uno de ellos, que vive recluido en una Unidad Terapéutica y Educativa (UTE) desde hace varios meses. La película, que utiliza en su montaje algunas imágenes extraídas de los móviles de los protagonistas, intenta reflejar con la mayor naturalidad posible una realidad que, sin ser explicitada en ningún momento, queda bastante clara desde los primeros minutos. Un detalle que, en su omisión, pretende hacernos reflexionar sobre el papel de los orígenes, el pasado o las oportunidades que hay tras una criminalidad que, en gran medida, está directamente relacionada con los tres puntos mencionados antes, convirtiendo un cuarto punto (el de la condena y la reinserción) en una nueva forma de presión para los planes de futuro (los que hablan de estar centrados y hacer algo de provecho con tu vida).
La inversión en recursos sociales reduce la criminalidad, del mismo modo que reduce la desigualdad, eso es incuestionable. La mala familia, tras toda la teoría y realidad de estas palabras, te pone en la piel de los desheredados. Cómo no juzgar entonces, si lo que ves es a quien ya ha crecido en la desigualdad, culpables en gran medida de no tener las herramientas necesarias e incapaces de escapar a las consecuencias de sus actos, mostrando una crudeza que tiene mucho más que ver con nuestro día a día que con la fealdad o una agresividad que en el documental es muy poco visible. Lo real es crudo porque, entre tanta alegría, barbacoa y baños al sol, no para de salpicarnos con desolación y tristeza. Porque nadie sabe ni en qué mundo vive ni como defenderse en él, y porque los miedos y dudas de estos jóvenes se muestran como espejo de sus inseguridades, que se ve rebasada por una realidad que les supera.
Desde un punto de vista algo apartado, uno observa buena parte de la sabiduría que da la denominada universidad de la calle, siendo testigo de realidades algo ajenas pero muy cercanas. Diálogos como el de la necesidad de mirar hacia el horizonte para hacerte a él tras estar preso, o toda la escena de la carta escrita por Andrés en la UTE, así como la propia progresión de la reunión hasta la noche, con su degradación derivada del exceso de alcohol, algo que lleva a la apertura de los corazones, pero también a discusiones que mezclan el pasado, el presente y el futuro en constante incertidumbre. Entre todo esto, la dificultad que representan en la amistad las deudas o el dinero, con la sombra de los negocios de por medio. Aunque, a mí, por todo lo que se oculta y se muestra en esa escena, me dejan helado las palabras (y el tono de estas) utilizadas por la jueza durante la vista que tiene lugar en los primeros minutos de metraje. Hay tanto tras ellas que uno no puede evitar pensar en esa jueza caminando por un barrio “malo” para ver si tiene la decencia de seguir hablando así. Esa persona que decide cuánta vida te puede quitar, pero sufre porque a las 15:00 tiene unas 5 horas de coñazo laboral. O como me gusta decir a mí: no, no, si yo te entiendo, pero entiéndeme tú a mí.
Lo cual me lleva a otra cuestión. Leyendo algunas opiniones tras ver la película, resulta llamativa la cantidad de veces que me he encontrado con los comentarios de algunos de sus espectadores preguntándose cuál es el delito exacto (o al menos las consecuencias más directas del mismo) para decidir hasta qué punto empatiza o comprende a sus principales protagonistas. El castigo como forma de calmar nuestras consciencias. Como si los derechos fundamentales no se tuvieran por el mero hecho de ser un ser humano y en realidad hubiera que ganárselos, se perdieran, no se merecieran o se desmerecieran. Pensar así puede ser peligroso incluso para uno mismo. Uno empieza por no empatizar en función del delito y acaba por defender que se deben vulnerar los derechos de ciertos humanos porque hayan delinquido.