Imágenes a la deriva
En su anterior película, La fiebre de Petrov (2021), Kirill Serebrennikov se perdía junto a sus personajes en un divagar formal y político que no lograba apuntar hacia ningún lugar concreto, limitando sus cualidades técnicas a la creación de espacios que respondían, únicamente, a la particular y enigmática visión del cineasta sobre la Rusia post-soviética. Con La mujer de Tchaikovsky, Serebrennikov parece refinar su estilo en favor de una narrativa más sofisticada y precisa, retomando elementos de su particular sello visual no solo para deleitarse consigo mismo y su mirada crítica hacia su país natal, sino apuntando a una situación más determinada.
La historia de Antonina Miliukova (Alena Mikhaylova), la mujer que, una vez se casó con el famoso compositor Pyotr Tchaikovsky, fue rechazada y abandonada por el mismo, sirve al autor de Leto (2018) como punto de apoyo para desenvolver una puesta en escena que esté marcada por su discurso político y, al mismo tiempo, alcance logros plásticos considerables. Al hilo de esta idea, resulta brillante la secuencia inicial, en la cual, gracias a una interesante prolongación del plano, la cámara atraviesa, junto a Antonina, una masa negra de figuras sombrías que le impiden llegar hasta el cadáver de su marido. El camino de la mujer, por lo tanto, sufre la sofocante construcción atmosférica de Serebrennikov, quien no duda en explorar las posibilidades oníricas de sus imágenes, penetrando en una sociedad habitada por seres errantes, sin rumbo ni identidad, perdidos en la incertidumbre de una niebla moral que acechaba a este mundo pretérito y parece encontrar un eco en nuestra contemporaneidad.
El amor, en este contexto, puede ser una salvación, sobre todo para Antonina. Sin embargo, el extenuante pesimismo de Serebrennikov nos desvela un mundo capaz de corromper la pureza de un sentimiento tan honesto, convirtiendo el amor en una especie de enfermedad, una locura irremediable que lleva a la protagonista a su perdición. La belleza de una escena como la de Antonina esperando a su marido en la estación de tren es extraordinariamente reveladora. De nuevo, el plano se extiende gracias a una maravillosa filigrana técnica que sobrepone a través del reflejo creado en un cristal el interior y el exterior de la estación. En el encuadre, Antonina queda resguardada del humo, el ruido y los hombres que aparecen en el exterior, ahora bien, la colocación de la mujer en el plano y el transcurso acelerado del paso del tiempo durante la secuencia apuntan a un aislamiento, la triste soledad a la que se verá abocada debido a la entrega y fidelidad de Antonina hacia su marido.
Sin embargo, como ya ocurría en La fiebre de Petrov, el filme pierde la sensibilidad de sus primeros minutos y termina consumiéndose junto a Antonina en su tramo final. De hecho, si la condena de la protagonista es, justamente, su exceso de pasión, algo parecido le ocurre a Serebrennikov. A medida que el carácter tenebroso —casi fantasmagórico— ya es evidente, el desenfreno expresivo al que aspira resulta inalcanzable, siendo la película una repetición de imágenes a la deriva de un universo fílmico agotado pese a su voluntad expansiva.