Después de mayo es una evocadora reflexión sobre determinadas tendencias humanas que conecta directamente con el apartado emocional. Salir de su visionado es como regresar de un viaje de los que dejan huella en la memoria sensorial, de los que ahondan en todos nuestros sentidos. Vamos, un viaje de los que se disfrutan de principio a fin. La asombrosa capacidad de Olivier Assayas para plasmar en la pantalla una época ya inexistente logra que cada secuencia atrape nuestra curiosidad antes de que el intelecto pueda realizar ningún juicio. Perdóneseme la pedantería, digamos que sentarse a contemplar el último trabajo del aclamado director francés es algo así como caminar por primera vez por los callejones de un pueblo desconocido: cada plano capta nuestra atención y despierta nuestra curiosidad como lo harían las esquinas de Venecia a los ojos de un viajante recién llegado. Una suerte de efecto hipnótico que, en cierto modo, hace difícil identificar la inmensa cantidad de reflexiones que se esconden detrás de una aventura que va mucho más allá de la mera reproducción histórica.
Pero por más evocadora que sea la mirada de Assayas no existe en ella mitificación alguna. De hecho, parece que el objetivo del director es precisamente desentrañar la verdadera personalidad de un movimiento social que prometió mucho más de lo que en realidad aportó. Y para ello plantea un cuidadísimo desarrollo de personajes mediante el cuál podemos ver cómo estos actúan únicamente en beneficio de su propio crecimiento personal, lejos del compromiso social que a menudo aseguran ejercer. Desde el clásico hijo de familia rica cuyo tiempo libre (es decir, todo el tiempo) le permite hacer volar la imaginación (seguramente el hippie más clásico que se conoce) hasta el hijo de trabajadores maltratados que siente un verdadero compromiso con la lucha (esta normalmente manifestada mediante ráfagas de violencia coartadas por un discurso libertador); todos ellos actúan en realidad en beneficio propio, y es el medio a reconocer este hecho (en realidad nada reprochable) el que termina por convertir su movimiento en una nueva sociedad tan desperfecta como la que denuncian.
De hecho, el conjunto de personas que forman la sociedad alternativa que Assayas nos muestra acaba asemejándose más a un vertedero de jóvenes desorientados que a un auténtico encuentro de revolucionarios. Dicho de otro modo, la revolución hippie que acabamos descubriendo no es más que un concepto intangible usado por los jóvenes como excusa para ahorrar el esfuerzo que supone elegir el camino propio. Se trata de un concepto usado por autodenominados filósofos, nuevos visionarios del arte y ficticios directores de cine; en definitiva, todo un conjunto de adolescentes inactivos que usan como escudo sus entrañables deseos para justificar su permanente estado de desconexión. Por eso no es extraño que el grupo se vaya dispersando a medida que las vidas de cada joven encuentran sus caminos personales. Y tristemente, aquellos que permanecen en el movimiento terminan por convertirlo en una copia idéntica (o peor) de la sociedad convencional, en donde la mujer sigue comprando, cocinando e incluso trabajando para que los hombres puedan seguir fantaseando sobre su (supuesta) revolución.
Pero toda esta desmitificación, esta dura carga hacia ese movimiento sesenta-setentero, no elimina para nada una dura crítica social igualmente atrevida y provocadora. Por ejemplo, en una de las primeras secuencias (probablemente una de las mejores de la película) Assayas muestra sin miedo cómo la policía aporrea de forma indiscriminada a un grupo de manifestantes relativamente indefensos (si bien es cierto que no hablamos del grupo de manifestantes más pacifista de la historia). Además, en todo momento somos testigos de la característica estupidez de la sociedad convencional, como sucede en las (exquisitas) conversaciones que mantiene Gilles con su padre o en el comportamiento que observamos en las personas que encabezan un rodaje del que no puede salir nada bueno. Pero en todo caso, lo verdaderamente cautivador de esta película es su capacidad evocadora, su facilidad para plasmar en la pantalla todos los detalles de una sociedad enferma que no consigue más que remedios autodestructivos. Lars von Trier a parte, pocas veces una mano disconforme se ha atrevido a dejar a las personas tan vertiginosamente desnudas.