Los espejos invaden los planos de Paula, la última propuesta que firma la directora argentina Florencia Wehbe. Sus reflejos surgen de las escenas más íntimas, de momentos de confidencialidad que los espectadores compartimos, casi de forma sacra, con la protagonista. De ahí brota una relación de confianza con esta adolescente que está a punto de cumplir los quince años, y que aguarda la gran fiesta para dar la bienvenida a la vida adulta (una festividad atávica, sobre todo, en los países latinoamericanos). La película empieza con la calma que precede a una tormenta que asoma en un horizonte trazado por las inseguridades típicas de la pubertad y la carencia de certezas, haciendo hincapié en una desorientación generacional. Wehbe encara de esta manera naturalista y sobria (en el mejor de los sentidos) una ‹coming of age› que no se anda con rodeos y que no se somete a tratamientos efectistas ni recursos caricaturescos propios del género. Y de paso, se atreve también a retratar, con la intensidad afilada que requiere el tema, la anorexia y los trastornos alimenticios desgraciadamente característicos de una edad en la que los modelos de belleza, el culto al cuerpo y la dependencia estética someten y marcan a fuego las aspiraciones de los jóvenes, precisamente, en uno de los momentos más importantes y determinantes de sus existencias.
El mérito de Paula es que no cae en los clichés a los que suele acudir viciosamente el cine social. Lo digo porque Wehbe no esconde los privilegios de su protagonista, que ha crecido en un entorno al que solemos llamar afortunado: estudios privados, familia estructurada de clase media-alta, caprichos, fiestas, viajes y, quizá lo más importante, un grupo de amigas fiel, consistente y proteccionista, y que pese a todo será puesto a prueba. Pero con este paisaje, precisamente, lo que quiere decirnos la directora es que nadie está a salvo de la corrupción y el descenso a lo más oscuro de nosotros mismos. Paula, que lo tiene todo, tampoco está exenta del peligro de rendirse a la órbita de la autodestrucción y el auto-odio. De esa manera, la cinta nos aventura en una montaña rusa de sensaciones que se abalanza a través de un viaje agridulce y claroscuro (más amargo que luminoso, eso sí) pero que resulta clarividente, habilidoso y, ante todo, necesario.
El juego de espejos que comentábamos al principio es doble, porque formal y narrativamente Wehbe se refleja, con peripecia y sin tapujos, en la estética de neones y cromáticamente hiperbólica de Euphoria, y también en el relato ‹centennial› de creadoras como Lena Dunham, usando los filtros y los ‹likes› de las redes sociales para representar esas generaciones que viven en fragmentos, que muestran y a la vez esconden; que exhiben y que ocultan. Acompañamos a los personajes en escenas cotidianas y en discusiones costumbristas, pero también en la oscuridad de la noche, en las palpitaciones de los primeros amores y las primeras resacas y decepciones. En ese sentido, Paula es una película de relieves, una paleta de gustos y olores que se palpa, se prueba y se huele. Y pese a todas estas influencias y artimañas, para nada disimuladas, la gran virtud de Paula es la de filmar (así sin más, sin condescendencia ni moralismos) un momento de ‹impasse› que parece sutil pero que resulta universal. Paula es una historia que se podría resumir en la dolorosa búsqueda de la verdad y en el precio de la reconciliación con una misma. Por eso, se sublima con la autoafirmación y acaba como tiene que acabar: con la protagonista mirando a cámara, desafiante, estoica, forjada (nos concede una mirada cómplice: es la recompensa de haberla acompañado). Con el gesto de aquella que ha sido tocada pero no hundida. Con la seguridad de quien ha abandonado la crisálida y ahora le toca volar.