El verano es una de esas etapas que va inevitablemente ligada a un cambio que se establece a través de vínculos como la exploración de una sexualidad incipiente, el regreso a esos lugares conocidos en los que volver a lo familiar y sentir cierta nostalgia o una desconexión desde la que perder de vista la rutina diaria así como esas preocupaciones que nos atenazan en nuestro día a día. Marta, la protagonista de Notas para un verano, ha superado obviamente esa exploración que sin embargo bien podría estar materializada en los conatos de una relación anterior con la presencia de Pablo, pero encuentra en el regreso a su Asturias natal mucho de esa añoranza por lo dejado atrás, en su caso en forma de lazos familiares y amistades de la adolescencia, haciéndole cuestionarse precisamente la realidad que vive en Madrid junto a su pareja, Leo. Una construcción que podría parecer obvia, incluso conocida, pero que es transitada a través del esmerado retrato que realiza su autor, Diego Llorente, invocando una cotidianidad que se encuentra tanto en la espontaneidad del gesto y el diálogo, como en la presunta mundanidad de una puesta en escena que no deja de ser el reflejo de una vida. Esa cuyo cauce sigue los parámetros esperados en busca de una estabilidad conjugada mediante la finalización de los estudios y los cimientos de esa relación que se antoja lo suficientemente sólida como para no encontrar una incomodidad que contraríe esa sensación.
Todo ello, sin embargo, empezará a desplomarse poco a poco en gestos que precisamente apelan a esa cotidianidad que el film establece ya desde sus primeros minutos; así, estar en un parque tomando unas sidras, volver a hábitos que parecían aparcados (como el dibujo, en el caso de Marta), y encontrar la presencia de un antiguo vínculo afectivo pondrán de manifiesto unos sentimientos desde los que contravenir esa aparente situación de normalidad, de bienestar más buscado que otra cosa. No tanto porque la relación entre Marta y Leo no fluya, más bien al contrario, todos los indicativos llevan a pensar en una correspondencia que, si bien tiene sus propios patrones establecidos, discurre en cada pequeño momento de intimidad.
Pero el retorno de Marta a su tierra comenzará a plantear cuestiones e interrogantes en su cabeza de una forma casi velada, valorando cada instante de felicidad, de una espontaneidad que solo provee estar con los tuyos, y que Llorente impregna en los minúsculos retales que van componiendo su verano. Ello no condiciona ni mucho menos una estructura de narrativa sólida y convencida, que avanza con firmeza dejando resquicios para un planteamiento no asumido en esas vacaciones veraniegas, pero que al fin y al cabo se desarrolla bajo los parámetros de una naturalidad que baña todo el relato y halla en las interpretaciones de sus protagonistas un puntal indispensable guiado por la escritura de Llorente.
Notas sobre un verano se alza en ese aspecto como un retrato que se siente veraz en todo momento, y que además dispone un interesante contraste en ese espacio afectivo en el que se desenvuelve Marta: a través de él, determina dos nexos forzosamente distintos en especial desde el acercamiento a los cuerpos y la intimidad que se desprende de cada situación. La comunicación se establece así para Diego Llorente como un aspecto fundamental que no queda dirimido únicamente entre diálogos y la (en ocasiones) exteriorización manifiesta de unos sentimientos, aunque en esos gestos se encuentre la manera de desatar una complicidad necesaria que hace del nuevo largometraje del asturiano uno de esos lugares en los que quedarse a vivir pero, además, avanzar de modo inevitable en ese pequeño y fugaz trayecto que nos define y que no podría obtener un reflejo más vívido y, al mismo tiempo, doloroso.
Larga vida a la nueva carne.