No se puede decir que no haya cine en la última película de Christophe Honoré, Dialogando con la vida (Le Lycéen, 2022). Hay momentos inspirados, arrebatadores incluso, con ciertas licencias “nouvellevaguescas” como la narración desnuda a cámara. Precisamente este es el acierto más grande del film, cuando se despoja de todo adorno e interpela nuestros sentimientos solo a través de una palabra, de una mirada frente a frente al dolor de sus protagonistas. Sin embargo, como decíamos, esto es puntual, porque la sensación global es que a Honoré no le interesa tanto construir algo compacto, tejer un discurso razonable, sino funcionar a golpe de efecto, engolándose en lo que cree manifiesto existencial de la adolescencia y que acaba de ser un ‹tour de force› por una suerte de exceso en la descarga de dolor.
Y es que, a partir de una premisa y un arranque cuando menos prometedor, Dialogando con la vida acaba por ser un laberinto narrativo cercano a la mezcla de churras y merinas. No hay un discurso coherente ni, a pesar de toda la verborrea expresada, un dibujo preciso de la psicología de su(s)protagonista(s) que permita entender o como mínimo empatizar con sus sentimientos, con sus procesos emocionales.
En su lugar todo está sustituido por la loa al dolor pornográfico, a su muestra sin tapujos, casi recreándose en él. Honoré cree que a través de los interminables lloros, gritos y abrazos (e incluso momentos políticos de vergüenza ajena) conseguiremos entrar en el mundo de Lucas (un Paul Kircher en estado de gracia) ¿El resultado? Justo el opuesto, ya que acabamos agotados ante semejante viaje lacrimógeno que, para más inri, no lleva a absolutamente ninguna parte.
Honoré se revela una vez más como esa clase de director con cierta competencia al que le puede más las ganas de epatar que de preocuparse por la necesidad de contención, por ejemplificar sus ideas en formas adecuadas en la pantalla. Se podría decir que en su cabeza era espectacular, pero que la plasmación en pantalla acaba siendo un ejercicio donde la lógica brilla por su ausencia y donde las decisiones de guión y formales son cuanto menos discutibles. Lo que genera un film escaparate tan pomposo como vacío y extenuante.
En cierto modo eso es lo peor, que adivinamos que en Dialogando con la vida hay al menos una película interesante contenida ahí dentro, pero que prefiere quedarse la superficie de la miseria, en lo falsamente arrebatado. Como si el descenso al infierno de su protagonista fuera más un truco (barato) de guión, un determinismo del porque sí autoral, que una concatenación de eventos bien construidos.
En definitiva, estamos, más que ante un drama, ante un dramón. Una experiencia de la que no sacamos nada en claro más allá de las ganas de que finalice. Con sus momentos brillantes, cierto, pero que no compensan en absoluto su desaforado metraje, sus excesos melodramáticos ni su querencia por el golpeo emocional constante. ¿Un drama, decíamos? Sí, aunque quizás para el espectador esto sea lo más cercano a un ‹survival› donde la recompensa es poder resistir hasta el final.