Lo mejor que se podría decir de Hara-Kiri: Muerte de un samurái es que Takashi Miike sigue demostrando que a día de hoy, y aún a riesgo de parecer exagerado, es uno de los directores más completos que existen. Su capacidad casi “stajanovista” de producción y su facilidad para tocar todos los palos genéricos (desde el gore hasta productos claramente infantiles) sin complejo alguno, convierten a cualquiera de sus producciones en una apuesta segura de calidad.
Y calidad es precisamente lo que no le falta a este remake con el que Miike pretende revisitar, al igual que hizo con 13 asesinos, el mundo del cine clásico japonés de samuráis. Dotado de extrema sensibilidad y con una capacidad de composición formal cuidada hasta el extremo, nos hallamos ante una cinta que sin embargo adolece de un problema importante. Su carencia de personalidad cinematográfica.
A pesar de su carga dramática, el hecho de estar ante casi una réplica plano a plano del film de Kobayashi le resta capacidad de sorpresa y por tanto interés. Más si tenemos en cuenta el uso poco intencionado de los recursos estilísticos. Si observamos el blanco y negro del film del 62, se aprecia la intención de usar los oscuros como forma de sumergirse en un ambiente que acerca la trama hasta casi los márgenes del thriller de suspense, mientras que los blancos aparecen saturados, quemados, dotando a la imagen de una textura granulosa y de irrealidad. Un modo de abordar a través de lo formal temas como los traumas japoneses de la postguerra nuclear y cómo afectan a tradiciones y conceptos como el honor, la pobreza o la familia.
Sin embargo, el film de Miike se aborda con el reclamo de un 3D que adolece de sentido, inscribiéndose en esta moda donde cualquier producción tiene que ser en tres dimensiones para estar a la última. En cuanto a lo temático hay un mayor interés en focalizar el drama familiar restando interés a toda la investigación sobre lo sucedido. Cierto es que la mirada hacia los personajes es profunda y huye del sensacionalismo pero no por ello se consigue alejar una sensación de frialdad, de que más importante que lo explicado en el ‹flashback› lo importante será su resultado posterior; justo lo contrario que en el original donde la venganza se daba por descontada y lo importante era llegar a averiguar sus causas.
Y precisamente en esta línea el desenlace final de la película entronca directamente con el ‹wuxiapan› tan característico de las producciones de los Shaw Brothers. Todos los elementos están ahí: la nieve con fondo poético, la lucha que más que realista busca la coreografía, la danza. Un ejercicio de estilo basado en la estilización de una violencia que aparece a ráfagas, que busca alargar el tempo para dar al clímax un subrayado más potente. Nada que decir si no fuera porque una vez más se antoja como una concesión a lo que el público espera de Miike, como un anexo de la película que muchos querrían haber visto y sin embargo no es, y que acaba por convertirse en un anexo impostado dentro del tono general de la narración.
En definitiva tenemos un envoltorio elegante, lujoso incluso, pero que no consigue conectar emocionalmente con el espectador resultando por tanto un trabajo irregular, frío, trufado de buen cine pero contaminado de concesiones, y quizás un excesivo respeto por su original. Una película que carece precisamente el elemento más notable en el cine de Takashi Miike: el desparpajo y la falta de complejos.