La escena de apertura de Blue Jean, debut de Georgia Oakley en la dirección, resulta lo suficientemente reveladora como para poder dotar de un sentido específico al periplo de Jean, la protagonista, a través de una sola imagen: la de su rostro fragmentado en el espejo del baño. Una estampa desde la que se evidencia la dualidad del personaje, integrado en una sociedad cada vez más condicionada por los mensajes discriminatorios lanzados por su gobierno, y aferrado a un trabajo que además le proporciona la estabilidad necesaria para vivir su vida, si bien no en libertad, sí con independencia. Esa idea, reforzada por el temor a las miradas o al qué dirán contenidas en un entorno donde la llamada sección 28 impulsada por la administración de Margaret Thatcher parecía dejar calado entre la población, va encontrando a lo largo del relato propuesto por Blue Jean un reflejo fehaciente que se acrecienta, más si cabe, en el círculo íntimo de la protagonista, donde comparte espacio con su pareja, Viv. A todo ello contribuye una cuidada ambientación, que va desde la recreación de espacios como el ámbito laboral de Jean o los pubs donde se reúne con sus amigas, a toda clase de detalles sobre los que se cimienta esa imposición que coarta no únicamente las decisiones de la protagonista, sino también la libertad de su pareja (de la que trata de evitar, entre otras cosas, llamadas al trabajo que puedan despertar sospechas).
De este modo, la gestualidad deviene uno de los principales recursos expresivos del film, otorgando tanto un peso específico a cada relación como dejando entrever una desconfianza que trasluce del propio clima generado por las autoridades —basta con ver cómo trabaja Oakley, por ejemplo, las miradas, fomentando esa suspicacia arrojada en algunos momentos, o por contra permitiendo que actúe como reflector de las emociones, incluso en ocasiones tan aparentemente nimias como esa donde la protagonista escucha la conversación de una mesa de profesores para, acto seguido, entrelazar una mirada cómplice con sus alumnas—.
Una comunicación que, sin embargo, va quedando coartada a medida que transcurre el relato por la imposibilidad de que fluya con naturalidad, de tener que ocultar unos sentimientos que, casi sin percatarse, Jean va deslizando en pos de una “normalidad” que, si bien no desea aceptar, tampoco rechaza frontalmente (o no, al menos, en público) por el hecho de poder vivir sin que esos temores e inquietudes que la atenazan terminen materializándose de un modo u otro.
Pese a una disyuntiva que se explicitará especialmente en algún enfrentamiento con Viv debido a la presencia de una alumna nueva de Jean en los locales que frecuenta, esta no retrocederá en una trayectoria de lo más compleja que le ha llevado incluso a borrar ciertas huellas de su pasado. No en vano, la protagonista ha hecho de su periplo una lucha sin confrontación, algo que transmitirá a la joven Lois cuando se den los primeros roces entre ella y alguna otra alumna que la increpa por su velada condición.
Blue Jean nos transporta a una época pretérita, y no lo hace sólo con certeza, asimismo con verdad, dibujando personajes cuya dimensionalidad se atisba en las contradicciones que pueden llegar a surgir en ese contexto, pero también en el modo de afrontar una situación compleja, donde pese a los miedos y la frustración se deducen una entereza, un sentido de la lucha, que en el momento menos esperado podían desafiar cualquier vínculo aunque fuese para terminar riendo por no llorar, o riendo para llegar a un necesario y liberador llanto.
Larga vida a la nueva carne.