Parte de la magia que asocio al cine se debe a la fuerte huella que dejó en mi niñez el visionado del King Kong de Cooper y Schoedsack, película que ha seguido reteniendo desde entonces ese fulgor poético y ese sentido de la maravilla al que sólo el mejor cine de aventuras puede aspirar. Distan veinticinco años desde aquella cinta legendaria y esta, mucho más modesta, de Virgil Vogel, a la que me he intentado acercar con la misma curiosidad infantil que me animaba entonces, cifrada en el descubrimiento de mundos y criaturas imposibles hermosamente representados en pantalla. Obviamente, ni yo soy el que era entonces ni el talento de los responsables de ambas piezas resulta parejo. Pero sí sigue estando ahí, al menos parcialmente, el asombro ante lo desconocido y esa fascinación que uno siente al leer sobre lugares legendarios como Shangri-La o la Atlántida.
Al igual que en la muy superior El valle de Gwangi, Tierra desconocida recurre a la idea del oasis prehistórico aislado del tiempo y del mundo, solo que, en vez de situarlo en pleno desierto mejicano, lo hace en las profundidades del Polo Sur. Lo mejor de la película reside ahí: en el acceso a un lugar imposible que equivale a volver a tiempos inmemoriales, donde habita lo desconocido, con el peligro que eso lleva asociado. Esto sí lo retrata bien Vogel: el primer vistazo a aquel paisaje prehistórico, dominado por una vegetación exótica (donde sobresalen árboles de altura descomunal y plantas voraces) y por saurios temibles y mastodónticos (en realidad, lagartos comunes tratados en escala para semejar sus desorbitadas dimensiones) resulta emocionante en su ingenuidad, y el diseño de aquel universo es más que digno, incluso bello en el tratamiento de los fondos y de otros detalles similares. Sin embargo, la magia de la película prácticamente se agota en esos primeros minutos.
Uno de sus principales problemas es su mejorable gestión del ritmo. Una vez descrito el escenario donde se desarrolla la acción y planteado el conflicto central de la película, la narración empieza a resentirse, cayendo en reiteraciones y puntos muertos que hacen que la cinta se vuelva un poco pesada, pese a su escasa duración. Tampoco ayuda un plantel de personajes bastante insípido: desde el héroe prototípico que encarna Jock Mahoney (ya su nombre lo delata como estrella del cine de serie B) a la inevitable presencia femenina, en este caso representada en la atractiva (pero terrible actriz) Shirley Patterson, para colmo haciendo de pura y simple mujer florero, pese a ser en teoría una reportera de investigación científica (aunque con ninguna curiosidad científica por ninguna de las cosas extraordinarias que la rodean, casi se diría que también sin ningún tipo de conocimiento básico sobre nada). Todo esto no hace nada más que evidenciar la mentalidad machista de su tiempo, algo coyuntural que por supuesto se puede disculpar, pero que tampoco ayuda a hacer de Tierra desconocida una película mejor.
El otro escollo al que se enfrenta se deriva de su notoria falta de presupuesto, lo que lleva a Vogel y compañía a asumir algunas decisiones cuestionables, la más llamativa la de combinar diferentes efectos especiales para recrear a la fauna jurásica. Si algunos de los saurios, como hemos comentado antes, son lagartos reales sobreimpresos en pantalla para jugar con la escala de los personajes (algo que da resultados bastante efectivos), para recrear a otros especímenes, como el Tiranosaurio Rex o esa especie de Diplodocus que habita en la laguna, se recurre a toscos y ortopédicos disfraces que casi precipitan todo al abismo de la comedia involuntaria. Monstruos tan rígidos en sus movimientos, y estéticamente tan feos, son más propios de producciones bis tirando a abisales como las que hacía Roger Corman en sus inicios, pero da la sensación de que en Tierra desconocida había posibilidades de hacer algo un poco más logrado, sobre todo porque el resto de elementos de la puesta en escena tiene un nivel bastante superior.
Dicho todo esto, y quedando claro que no estamos ante ninguna joya del séptimo arte, sí se puede apreciar que está elaborada con honestidad y sin pretensiones, con un regusto ‹pulp› genuino que tiempo después también se puede detectar en las cintas fantásticas de Kevin Connor, empeñadas en recuperar el ‹esprit d’aventure› de las novelas de Verne o H. Rider Haggard. La película de Vogel, vista desde una perspectiva más naíf, dejándose arrastrar por la amenaza y la maravilla de lo imposible, sí ofrece sus pequeños placeres, suponiendo un entretenimiento ligero y entrañable que, si bien carece de la grandeza de los grandes títulos del subgénero de mundos perdidos, sí regala por lo menos parajes exquisitos y extraños, luchas a muerte contra grandes predadores y, en definitiva, hora y cuarto de puro y simple escapismo juvenil, que a veces tampoco viene nada mal.