De un tiempo a esta parte, la referencialidad en el cine de género se ha erguido como una suerte de tótem inevitable que, si bien las veces glosa las filias de un autor en torno a esos títulos que han conformado su mirada, en no pocas ocasiones se extiende como una suerte de justificación del más puro vacío, de la tentación por acudir a esas estampas alrededor de una nostalgia hueca que no hace sino devaluar sus propiedades; es por ello tan importante no sólo conocer cómo incentivar la composición de esas imágenes desde una percepción crítica, sino al mismo tiempo otorgarles un sentido específico que no subestime su valía. En ese aspecto, el cortometraje dirigido a cuatro manos entre Toni O. Prats y David C. Ruiz (autor, además, de algún largometraje co-dirigido), acierta desde un primer momento al exponer sus referentes sin ningún tipo de temor, acuñando alguna imagen que no además de despertar la inquietud del espectador, nos devuelve a un universo conocido desde la perspectiva adecuada: la de esa autoconciencia que, lejos de mirar por encima del hombro a nadie, prefiere desarrollar su vis cómica dejando entrever un respeto y admiración que no queda en eso: se dirime también en una agudeza que nos lleva más allá de la mera broma, del chascarrillo olvidable cuya perdurabilidad no vaya por encima de la obra original.
En La mala familia, ya desde uno de sus primeros fotogramas, el tándem de cineastas manifiesta bien a las claras que la obra maestra de William Friedkin, El exorcista, no pasó como tantas otras por su periplo como espectadores, y a raíz de esa certeza vuelven sobre un subgénero, el de las posesiones demoníacas, mediante el que establecer un punto de vista humorístico que sobresale tanto por sus punzantes diálogos como por una mirada al presente (especialmente, en torno a lo social), si bien un tanto obvia, cuanto menos lo suficientemente ágil como para que lo que podría resultar defecto devenga en virtud. Todo ello acompañado de una ambientación potenciada por una impecable labor visual, y sustentado por unas interpretaciones donde la lectura del ‹timing› se antoja esencial en esa faceta un tanto sarcástica que asoma por el corto. Ya no se trata, pues, de implementar un humor que permita dotar de un aire regenerador en parte al género, asimismo de otorgar a esa visión un complemento que sea capaz de cuestionar aquello que, de algún modo, se pretende elogiar, algo que La familia infernal logra disponiendo sus herramientas del mejor modo posible y, ante todo, alcanzando el objetivo esencial de su propuesta: la diversión como un todo.
Larga vida a la nueva carne.