El canto de las cigarras en mitad de un bosque cercano a un lago nos retrotrae rápidamente a esas épocas veraniegas de chapuzones, tiempos muertos y, ante todo, descubrimiento. Un espacio que es captado con presteza por su autora, Charlotte Le Bon, quien desliza bien pronto su mirada en torno al terreno de la ‹coming of age›. Pero más allá del fortuito mosaico que constituye afrontar tanto la adolescencia como una sexualidad que se deriva de ella e impera en un contexto de exploración, de ese descubrimiento al que hacía mención unas líneas atrás, Falcon Lake se convierte en una narración donde colinda de forma sugerente lo quimérico en aquello que se reproduce no sólo a través del relato que Chloé trasmite a Bastien, el joven protagonista, sino también desde un aura de misticismo que la cineasta y actriz canadiense logra transferir a algunas de sus estampas, donde lo bucólico del paraje se tiñe de un halo del que deriva un fantástico tenue y capaz de modular el tono de la obra sin apenas esfuerzo, disponiendo los cimientos de un periplo tangible al fin y al cabo.
Y es que si bien Le Bon sabe proyectar esa suerte de matiz fabulador pero etéreo al mismo tiempo, huyendo de abstracciones desde las que poder confluir en un universo paralelo, Falcon Lake se articula con los vaivenes de una etapa innegablemente ligada a esa “revelación” que aquí se establece mediante esas dos vertientes. Un hecho que la cineasta canadiense proyecta a través de la forma en como Bastien engaña a su hermano, inevitablemente enlazada de algún modo a la exposición tan inocente y vaga con que Chloé parece conectar esa fantasía emergente del lago.
A ello contribuye el estilo en cómo la cineasta debutante filma esas estampas que manan de las aguas del lago para sumergirse en el frondoso bosque, tan diáfano a veces como habitado por sombras que se deslizan casi sobre las orillas del propio lago. Todo con el estímulo del notable trabajo fotográfico realizado por Kristof Brandl, quien además de captar con una facilidad inusitada esos claroscuros que emergen de entre los árboles, impelen asimismo la sensación de irrealidad que se sustrae en ocasiones de ese misterio y fantasmagoría que rodea un espacio que termina siendo esencial para el film.
Es posible que, en algún momento, en su empeño por ofrecer un retrato fehaciente de esa etapa y todo lo que deriva del periodo estival, Charlotte Le Bon se detenga en algunas iteraciones que restan potencial a la narración por más que puedan funcionar como ejes expositivos de esa crónica, pero en cierto modo a través de ellos se dirimen los pormenores del vínculo delineado entre Bastien y Chloé, que no deja de ser el motor del film aunque algún que otro desvío genérico provea otros incentivos al relato.
Falcon Lake sabe, no obstante, encontrar el equilibrio perfecto entre su raigambre ‹coming of age› y un fantástico que se entona con sutileza, especialmente desde una conclusión que comprende a la perfección las aristas sobre las que se cimenta la cinta; y no solo eso, además otorga sentido a una voz, la de Chloé, que no deja de modelar a su manera esa particular crónica, y lo hace no solo ofreciendo un cierre y conclusión de lo más adecuado, también correspondiendo una mirada anclada al fantástico con el poder de sugestión necesario para que no devenga un mero subterfugio.
Larga vida a la nueva carne.